Marie A cien millas de amar

Capítulo 3 El Primogénito

 

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Caítulo 3

El Primogénito

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—Debe de estar aquí. Recuerdo que fue en este lugar donde lo vi por última vez.

Movió de aquí para allá todo aquello que había en el cajón y hasta ojeó cada papel que había descubierto. Ninguno portaba el título que tanto había deseado encontrar y que su corazón ansiaba obtener.

—No, no es este ―dejó la hoja sobre el escritorio―. Ni este. Este tampoco. Este, parece ser, pero, no, no lo es. ¿Dónde estará? ―había apilado varias hojas sobre el tablón mientras desdoblaba cada una para ojear su contenido. Instantáneamente echó un vistazo por la estancia tratando de imaginar dónde había quedado el documento.  Aquel papel que le había arrebatado su padre en esa terrible noche y que había deseado obtener por más de catorce años. Sabía que no lo podría dejar a su alcance porque intuía que si lo obtenía no lo volvería a ver, imaginó que tal vez su padre lo había ocultado en otro sitio, pero a decir verdad no sabía exactamente en qué lugar. Las paredes se descubrían intactas, las repisas se hallaban desordenadas por causa suya y el último rincón a buscar era los cajones del escritorio de madera que tenía poco de haber adquirido su progenitor. Sin embargo, todo había sido en vano, pues la escritura de la mansión Mackhigh no se hallaba en el estudio.

―Que fastidio ―resopló―, sabía que no podía confiar en él. Ni hablar, tendré que buscar en otra parte.

Masajeó su muñeca y se inquietó un poco al imaginar, sabía que lo que llevaba en mente era algo que jamás creyó hacer. Se alisó el delantal, cerró el cajón y se condujo hacia su alcoba, entró en ella y cerró tras de sí, dio unos cuantos pasos y de pronto se halló frente a su cama, bajo sus pies notó la alfombra desgastada y la enrolló, debajo de ella se descubrió un tablón flojo entonces lo retiró de su sitio. halló una cajita pequeña de madera y lentamente la tomó. Sacudió el polvo que había sobre ella y resopló con firmeza; en su interior notó algunos artículos que resguardaba con sumo cuidado; un peine de plata perteneciente a su madre que había hurtado de su tocador para que su padre no hiciera mal uso de él, había una cajita de cartón rosada que resguardaba un par de pendientes y que había obtenido tras haber liquidado al vendedor del pueblo vecino, pues su padre había vendido sus alhajas para hacerse de dinero y gastarlo con las putas en el “Sombrero rojo.” Un pañuelo de seda fina resguardaba el artilugio que hacía suya lo que más deseaba, pues en su interior se encontraban las llaves que habría todos los cerrojos de la mansión y que había ocultado de su padre tras haber discutido con él. Las cogió entusiasmada y volvió la caja a su sitio, salió de la habitación y fue por los pasillos. Lentamente metió la llave en el cerrojo de la enorme puerta de cedro y en poco esta se abrió.

La habitación se mantenía obscura y callada, solo el rechinido de la puerta había interrumpido su calma, lentamente se introdujo y esperó a que la vista se adecuara a su interior. Notó que todo permanecía tal cual había recordado; la cama se hallaba cubierta con su sinigual colcha de piel de oso y la chimenea no daba muestras de haber sido usada en largos meses, los cuadros familiares seguían intactos y el par de sillones aterciopelados continuaban vacíos frente a la chimenea.

Marie se encaminó hacia la ventana y la abrió, la luz se filtró en su interior entonces fue hacer lo mismo con las demás, En poco la habitación se llenó de luz y fue así que caminó hacia la cómoda. Buscó en su interior emocionada, pero no fue capaz de dar con aquel papel, de modo que escudriñó en otro sitio más no lo localizó. Tenía apenas poco de haber iniciado con la búsqueda en el cajón lateral de la cama cuando Gertrudis apareció.

―Mi Lady, ―llamó la criada sin soltar la puerta y con una voz casi queda. Se notaba a legua que le aterraba entrar en aquel lugar al no soltar el picaporte mientras llamaba tímidamente a su ama―, señorita Mackey, una carrosa ha arribado y su madre me ha solicitado que la escolte.

―Entiendo ―lo dijo antes de soltar el documento que portaba entre sus manos―. En un momento estaré con ella.

Dobló la hoja, la metió en el cajón y se puso en pie, echó un último vistazo en la estancia y después fue tras ella.

 

Una carreta grande y vieja se estacionó frente a la mansión, traía consigo la caja que contenía a su difunto padre. La condesa se hallaba tras ella y esperando a que el celador revelara su contenido. El hombre de aspecto macabro, dedos huesudos con sombrero desgastado retiró las puntas que cubrían la caja y en poco mostró el cadáver. La condesa se acercó, cubrió su rostro con un pañuelo y echó un vistazo en su interior. Descubrió adolorida el cuerpo de un hombre frío y con el traje más elegante que le haya visto, sus ojos permanecían cerrados y hundidos, su cabellera se hallaba peinada y varias puntas castañas enmarcaban su largo y tétrico rostro, la nariz aguileña había sido retocada con un poco de polvo blanco mientras que sus labios revelaban un color casi inaudito. Catherine afirmó con la cabeza al contenido e intuitivamente el celador volvió la tapa.

―¡Oh, Marie! ¡Es él, es él! ¡Es tu padre!

Marie deseaba sonreír cuando su madre lo espetó, pero contuvo su alegría al notar que su progenitora lloraba con tremendas fuerzas a un hombre que poco conocía. No sabía cómo era posible que sintiera tanto afecto por un ser que en años posteriores le había desgraciado la vida y que, en las pocas veces que había retornado a su lado no hacía otra cosa más que ultrajar.




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