Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 5

Oscar despertó más temprano de lo normal, debido a los ruidos provenientes del gimnasio, sabía que era su padre quien estaba muy tenso, y podía jurar que era por la situación de Elizabeth. No había sido secreto para ningún miembro de la familia que había viajado a Río para traerla de vuelta a casa, pero regresó con las manos vacías, y taciturno.

Toda su vida viviendo con él le había hecho comprender que cuando estaba molesto, triste o mortificado casi no dormía y trataba de liberar estrés pasando mucho tiempo ejercitándose.

Se quedó mirando al techo, seguro de que pronto volvería a dormirse, pero algo en el centro de su pecho no le dejaba volver a conseguir el sueño, por lo que buscó su teléfono para entretenerse hasta que su madre entrara para avisarle que debía prepararse para ir a la preparatoria.

No le agradó mucho encontrarse con casi una docena de mensajes de Melissa, y no habían pasado ni ocho horas desde su última conversación. Decidió ignorarlos por algunas horas, suponía que no se daría cuenta porque debía estar durmiendo.

La quería, le gustaba mucho estar con ella, pero también sentía que lo estaba asfixiando; era demasiado intensa en sus emociones, algo con lo que verdaderamente no había contado.

En un intento por huir de ese tácito acoso salió de la cama y se fue al baño, se duchó, y mientras se lavaba los dientes pensó en ir a compartir con su padre, le daría la pequeña felicidad de entrenar con él, como tanto le gustaba, también porque de alguna manera quería hacerlo sentir bien, porque por más que intentara negárselo, se sentía culpable.

Se puso un chándal, se calzó sus zapatos deportivos y bajó al gimnasio. No estaba practicando capoeira, sino Muay Thai, con el saco y el muñeco de impacto.

—¿Necesitas una mano? —preguntó agarrando el escudo de boxeo.

Samuel se detuvo con el aliento quemándole la garganta y el pecho a punto de reventarle, sintiéndose gratamente sorprendido de ver a su hijo levantado tan temprano.

—Mejor calienta esos músculos. —Jadeó sonriente, sin mencionarle que estaba presenciando un milagro. Se pasó el antebrazo por la frente para retirarse el sudor que le estaba entrando en los ojos—. Agarra la cuerda.

Oscar la agarró y empezó a saltarla, aunque no tenía ni la mitad de la habilidad de su padre se esforzaba por mejorar, quizá si practicara más estaría más cerca de lograrlo, pero siempre estaba más concentrado en los videojuegos que en ejercitarse.

Hasta los doce años estuvo en una escuela de artes marciales, pero nunca le apasionó, por lo que terminó convenciendo a sus padres de abandonarla.

Unos cinco minutos fueron suficientes para calentar, después subió al cuadrilátero, donde su padre se puso los protectores y agarró el escudo, empezó a alentarlo para que golpeara y pateara con fuerza, haciéndolo recorrer cada esquina.

Cuarenta minutos después estaba totalmente agotado y a punto de tirar la toalla; sin embargo, todo agotamiento valía la pena, porque había conseguido que su padre se pusiera de mejor ánimo.

Le gustaba verlo lleno de esa energía que contagiaba a todos, esa forma de ser que impulsaba a querer ser como él, ese ejemplo a seguir que terminaba siendo insuperable, porque su padre era sencillamente el mejor.

Terminaron agotados, sin aliento, profusamente sudados y sentados en la lona, aliviando la resequedad de la boca con agua.

—Estuviste bien, pero necesitas practicar más —recomendó Samuel, admirando a su hijo despeinado, sudado y sonrojado.

—Lo intentaré. —Jadeó con el pecho adolorido—. Papá…, perdóname.

—¿Por qué? —preguntó confundido.

—Fue mi culpa, lo siento… Yo los presenté, no debí hacerlo. Si tan solo lo hubiese imaginado no le habría pedido a Eli que me llevara a la playa. Si no hubiese sido por mí hoy ella estaría aquí, con su familia —dijo con la mirada al suelo, se sentía muy avergonzado con su padre como para mirarlo a la cara.

—Oscar, no tienes que disculparte por nada, no tengo nada que perdonarte, las cosas pasan y ya.

—No, no es así, no debí presentarlos… Sé que estás triste y molesto porque Eli no está en casa, ya nada volverá a ser como antes.

—Ciertamente, pero eso no quiere decir que lo que pase sea malo. Sí estoy molesto, pero no contigo ni con Elizabeth, lo estoy con ese hombre que ha tenido el poder de manipularla, pero sé que en algún momento ella se dará cuenta de que no le conviene, que esa relación no tiene sentido… y regresará a casa. —Le palmeó la mejilla, consolando a su hijo y también tratando de consolarse a sí mismo.

—Lo consideraba mi amigo, pero ya no, traicionó la confianza que le di —confesó. Sabía que enemistarse con Cobra no era suficiente para hacer sentir bien a su padre, mucho menos para solucionar el problema, pero por lo menos tranquilizaba su conciencia.

—¿Te parece si vamos a tomarnos un buen batido de proteínas? —pidió Samuel, queriendo hacer a un lado el tema, porque no quería que su hijo siguiera sintiéndose culpable por decisiones que eran exclusivamente de Elizabeth, y porque le enfurecía revivir lo pasado en Río—. Anda, arriba, arriba. —Le dijo con energía. En cuanto estuvo de pie le pasó un brazo por encima de los hombros y abrazados salieron del gimnasio.




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