Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 16

Elizabeth lloró por varios minutos, hasta que se obligó a calmarse, a hacer a un lado su propia mala suerte e ir a ver cómo estaba Alexandre. Confiaba en que su abuelo hubiese sido prudente a la hora de tocar el tema y no reclamarle duramente por algo a lo que ella lo había orillado.

Su tía le limpió las lágrimas con los pulgares mientras le regalaba una sonrisa cargada de consuelo y ternura.

—Ya, no te preocupes, verás que encontrarás otra manera de seguir con tu pasión… Puedes luchar con Alexandre, estoy segura de que él encantado practicará contigo.

—El capoeirista no es tan encantador como Alexandre… A Cobra apenas lo tolero.

—No entiendo. —Sonrió confundida.  

—Cuando se trata de capoeira, el hombre que amo desaparece y lo reemplaza un arrogante e insoportable contrincante. No es conveniente que practique con Cobra, créeme —argumentó, sintiéndose más tranquila, pero no resignada a dejar de lado su pasión ni sus visitas a la favela, porque ya no solo la llevaba ahí la capoeira, sino los amigos que había hecho.

—Realmente no sé nada sobre eso, pero te creo.

—Bueno, ya tengo que irme… —dijo levantándose.

—Cariño, no te molestes con nosotros. Nos lastimaría como no tienes idea que dejaras de visitarnos.

—No, tía, no pienso hacerlo. Sé que no ha sido fácil para ti tener esta conversación. —La abrazó fuertemente—. Te quiero.

—Yo también, mi pequeña, deja que te acompañe a la sala.

Salieron abrazadas de la oficina de Sophia, Elizabeth no quería mirarse la cara, pero estaba segura de que sería imposible esconder las huellas de su llanto.

Cuando llegaron a la estancia donde estaban reunidos Alexandre y Reinhard, ella se extrañó ante la tranquilidad que ambos hombres mostraban; tanto, que empezó a dudar de que su abuelo le hubiese comentado algo.

Su abuelo la miró en silencio, de la misma manera en que lo había hecho su tía, no la desamparó hasta que se hubo sentado al lado de Alexandre.

Él le sujetó la mano, entrelazando sus dedos a los de ella; después se la llevó a la boca y le besó suavemente el dorso, dedicándole una mirada de infinito amor, pero pudo percibir en sus ojos que también había tristeza.

—Es mejor que regresemos a casa —susurró ella.

—Está bien. —Él estuvo de acuerdo.

Elizabeth se despidió de su abuelo con un fuerte abrazo y varios besos, haciéndole saber que no estaba molesta con él; después de todo, ni él ni su tía tenían la culpa, estaban haciendo lo que creían era correcto para ella y evitando futuros reproches de Samuel Garnett.

Si deseaba permanecer en Río, al lado del hombre que amaba, lo más conveniente era renunciar a su pasión por la capoeira, o mejor dicho, por el juego duro.

Se subió a la moto detrás de Alexandre, abrazada fuertemente a él y dejó descansar su mejilla derecha contra la fuerte espalda; no quiso usar el casco, permitiéndole al viento que le arremolinara el pelo.

En pocos minutos se dio cuenta de que no irían a Copacabana, pero tampoco le preguntó a dónde la llevaría; quizá él solo quería conducir sin rumbo y dejar en blanco la mente, lejos de tantas preocupaciones y malos momentos que ella le había llevado a su vida.

Posiblemente hasta estaría pensando en la manera de decirle que lo mejor sería terminar la relación y pedirle que regresara a Nueva York. Que ese temor se atravesara en sus pensamientos provocó que la sangre se le helara y el corazón redujera sus latidos dolorosamente; inevitablemente apretó más su abrazo y empezó a besarle la espalda, mientras se tragaba las lágrimas que el miedo había subido a su garganta.

Alexandre mantuvo el equilibrio de la moto con una sola mano y se aferró a las de ella, mientras le brindaba una suave caricia con su pulgar, tratando de consolarla. Sabía que no estaba pasando por un buen momento, y le dolió mucho ver que había llorado. Era testigo de cuánto amaba ese deporte, tanto, que no le importaba exponer su vida con tal de estar en una roda; y no era justo que tuviera que frenar su pasión.

El sonido del viento hacía eco en sus oídos y jugueteaba con su pelo. A medida que subían por la escarpada carretera que franqueaba la selva tropical del Parque Tijuca la temperatura se hacía más agradable.

Alexandre paró la moto frente al gazebo de bambú con arquitectura china, que servía como uno de los más famosos miradores de la ciudad, por toda esa historia de agradecimiento hacia los chinos y su té.

Había varias personas en el lugar, disfrutando de las vistas y fotografiándose; sin embargo, él le ayudó a bajar, y tomados de las manos caminaron hasta el monumento. Sin decir palabras se sentaron en el banco de bambú que circularmente quedaba en su totalidad amparado por el gazebo.

Alexandre se sentó ahorcajada en la banca, y Elizabeth lo hizo entre sus piernas, apoyando la espalda contra su cálido pecho y descasando los pies sobre la banca.

Siguieron en silencio, solo mirando al horizonte, donde todos los emblemáticos morros de la ciudad se arropaban con nubes; también en algunos momentos disfrutaban de la vida de las demás personas que merodeaban por el lugar y se mostraban fascinados con la panorámica que desde ahí obtenían; su asombro los exponía, dejando claro que era primera vez que visitaban el lugar.




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