Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 18

Alexandre esperaba ansiosamente el vuelo proveniente de Bangkok, estaba plantado frente a la pantalla que anunciaba los arribos, siendo presa de la ansiedad.

Aunque se había mantenido en contacto con Elizabeth, lo cierto era que oír su voz o verla a través de una pantalla no se comparaba mínimamente a tenerla en sus brazos, sentir su piel y oler su pelo. Le había hecho mucho mal haberla tenido a su lado por tanto tiempo, ella no solo se había apoderado de su espacio, sino que se había convertido en una necesidad, por lo que los cuatro días sin ella habían sido realmente tortuosos.

Cuando la voz computarizada anunció la llegada del vuelo, su corazón se desbocó de felicidad y su ansiedad se hizo más intensa, pero también empezó a sentirse muy nervioso, porque sabía que era inminente que le mostrara la sorpresa que le tenía. Aunque ahora empezaba a dudar si a ella le gustaría.

Estaba rodeado de personas que también esperaban la llegada de ese vuelo. Todos estaban ansiosos mirando a la puerta, esperando que se abriera y aparecieran sus seres queridos.

Uno a uno los pasajeros fueron apareciendo, de repente empezaron a salir más, y él buscaba con la mirada desesperadamente a Elizabeth. Suponía que por haber viajado en primera clase debía haber salido primero, pero ella seguía sin aparecer.

Su corazón dio una voltereta en su pecho y una sonrisa incontrolable se ancló en sus labios al verla rodando su maleta con una mano y en la otra un ramo de flores.

Sin que él se lo esperara ella dejó la maleta de lado, corrió hacia él con esa maravillosa sonrisa que le iluminaba el mundo y se le lanzó encima, aferrándose con las piernas a su cintura. Él la abrazó fuertemente y la besó, lo hizo con la misma intensidad con que la había extrañado.

En medio de ese beso se escaparon del mundo, todo lo que les rodeaba desapareció, solo existían ellos y sus más poderosos sentimientos.

—Son para ti —dijo ella, plantando el ramo de coloridas margaritas en el poco espacio que pudo hacer entre los dos. Cuando bajó del avión y pasó por migración las vio en una de las tiendas, e inmediatamente pensó en sorprenderlo con ese detalle.

Alexandre miró las flores y se sonrojó furiosamente.

—¿Para mí?

—Claro, no sé si te gusten las flores, pero las vi y quise regalártelas. —Le hablaba mientras él la ponía en el suelo y ella seguía ofreciéndole las flores que Alexandre todavía no se atrevía a recibir.

—Gra… gracias, se supone que quien debía traerte flores era yo —dijo recibiendo el ramo y sintiéndose un tanto avergonzado por cómo lo miraban las demás personas.

—¡Ay no! Esas son tonterías y convencionalismos. No está escrito en ningún lado que una mujer no pueda regalarle flores al hombre que ama. ¿No te gustan?

—Sí —dijo sin ser para nada efusivo, porque realmente no podía procesar ese momento, era el más extraño y bonito de su vida.

—Señorita —dijo un hombre de seguridad acercándole la maleta que había dejado botada.

—¡Gracias! —exclamó chispeante, tan enérgica como era.

—Bonitas flores. —Le dijo el hombre a Alexandre, quien no pudo decir nada.

—¿Cierto que son hermosas? —intervino Elizabeth—. A usted le gustan, ¿verdad?

—Sí, ojalá mi mujer me hubiese regalado por lo menos una rosa alguna vez en su vida —dijo sonriente y se alejó.

Mientras Alexandre estaba tan colorado como Elizabeth, la diferencia era que él no se había bronceado.

—¡Te extrañé! —Se abalanzó contra él, poniéndose de puntillas y cerrándole el cuello con los brazos.

—Yo también, moça. —Volvió a besarla; sin embargo, no podía olvidarse de que tenía en sus manos el primer ramo de flores que le habían obsequiado en su vida, y para hacerlo todo más bochornoso, provenía de una mujer.

No podía ignorar los estándares impuestos por la sociedad, y lo que había hecho Elizabeth no era lo que dictaban precisamente, por lo que lo hacía sentir ridículo y halagado al mismo tiempo.

—¿Nos vamos? —propuso él—. Seguro que debes estar muy cansada.

—Sí, estoy agotada.

—No es para menos, después de veinticuatro horas de viaje —comentó y empezó a dudar si era conveniente presentarle su sorpresa en ese momento o dejarlo para después.

No, en verdad la ansiedad no le permitiría dejarlo para luego; caminaron hasta la taquilla donde se adquiría el boleto para el taxi, y al salir se dirigieron a hacer la fila para tomar el auto.

Alexandre no aceptó que el chofer subiera la maleta en el maletero, lo hizo él mismo, después caminó hasta donde estaba Elizabeth a punto de subir y la retuvo por el codo.

—Espera.

Ella lo miró confundida, pero sin perder ni una pisca del buen ánimo que tenía. Alexandre se dirigió al chofer.

—Señor, lleve esto a la Avenida Nuestra Señora de Copacabana, quinientos cincuenta y dos, edificio Oleari. Lo deja a nombre de Alexandre Nascimento, por favor. —Le indicó y le entregó el ramo de coloridas margaritas.

—¿Qué pasa? —Le preguntó sonriente y confundida.




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