Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 32

El sábado era el único día que Elizabeth se levantaba sin que Alexandre tuviera que despertarla, la pasión por la capoeira erradicaba de cada molécula de su ser cualquier atisbo de pereza.

Apenas abrió los ojos ya estaba llena de energía, deseosa de empezar desde ese instante la roda; prácticamente saltó de la cama y corrió a la ducha, encontrándose al ser más prefecto de la tierra en ella. Imposible que sus ojos no se posaran en ese cuerpo a través del cristal.

Justo se estaba sacando el champú, el agua espumosa le corría por el centro de la musculosa espalda y se perdía entre esas perfectas y duras nalgas.

El deseo de querer abrazarse a él fue irrefrenable, por lo que abrió la puerta y entró, todavía vistiendo su camiseta celeste de tiros finos y el culote. No quiso quitarse las prendas por el temor de ser pillada por él y arruinar la sorpresa.

Se dio a la tarea de cumplir sus propios deseos y lo primero que hizo fue ahuecar con sus manos las nalgas, él apenas se sobresaltó.

—Buenos días —dijo mimosa, mientras seguía acariciándolo.

—Buenos días —respondió mirándola por encima del hombro, al tiempo que la sujetaba por las muñecas y le guiaba las manos a su abdomen, para que se lo frotara—. Imaginé que dormirías una hora más.

—No quiero llegar tarde a la roda… ¿Y tú qué haces levantado tan temprano?

Él no iba a decirle que realmente no había podido dormir, que se había convertido en la triste marioneta de los nervios, que como un fantasma deambuló toda la noche por el apartamento mientras era atormentado por cientos de interrogantes.

—Hace poco que me levanté, quería ganar tiempo para que podamos irnos bien desayunados. —Se pasó la mano por la cara para retirarse el exceso de agua, y con esa misma mano se peinó los rizos hacia atrás—. Ven aquí. —Tiró de una de las muñecas de ella, hasta ponerla frente a él, llevándose la sorpresa de que todavía estaba en pijama.

Inevitablemente verla mojada despertó las ganas de hacerla suya una vez más, acunó uno de los senos y acarició con el pulgar.

—Detente. —Se apresuró a decir ella, apartándole la mano—. No vamos a tener sexo…

—¿Por qué no? —preguntó usando la otra mano para sujetarla por la cadera y atraerla hacia su cuerpo. 

—Porque quedarás exhausto y podrías perder en el juego, y no quiero verte perder… A menos que sea conmigo.

Alexandre le regaló una sonrisa perversa y sensual, dio un corto paso y pegó su cuerpo empapado al de ella.

—Te aseguro que no voy a perder… Anda, delícia.

—No…

—Moça… —Metió sus dedos pulgares entre la elástica del culote y la suave piel de ella, y empezó a bajarlo lentamente, solo la parte de atrás.

Elizabeth tragó en seco al sentir cómo los nudillos de sus pulgares le acariciaban las nalgas, y una evidente amenaza palpitaba contra su vientre. No le veía ningún sentido negarse a sus deseos, así que le echó los brazos al cuello y se puso de puntillas para poder comerle la boca.

Alexandre necesitaba desesperadamente sentirla más suya que nunca en ese momento, para así ganar la seguridad que le hacía falta y encontrar el valor para enfrentar lo que se le venía en unas horas.

Contra la pared de la ducha volvió a amarla como si fuera la última vez, se aseguró de proporcionarle todo el placer que estaba a su alcance. Mirándola a los ojos y besándola le juró una y otra vez que la amaba; le repitió hasta el cansancio que el hecho de que ella le correspondiera de la misma manera lo hacía sentirse el hombre más afortunado del mundo.

Alexandre se encargó de preparar un desayuno bastante sustancioso, mientras que Elizabeth ordenaba en la despensa algunos de los alimentos que habían quedado en las bolsas de la compra que realizaron la noche anterior.

Elizabeth subió detrás de Alexandre en la moto, ya vestidos con sus ropas de capoeira. Pero antes de salir del estacionamiento él decidió ponerla sobre aviso.

—Se me había olvidado contarte que se cambió el lugar de la roda, ya no será en la laguna.

—¿Y ahora?, ¿qué pasó? Bruno no me dijo nada. —Juntó ligeramente las cejas ante el desconcierto, mientras él la miraba por encima del hombro.

—Ya tenemos otro lugar, no te preocupes —explicó e hizo rugir el motor.

—Está bien, no perdamos tiempo. —Le palmeó los hombros, instándolo.

—Sujétate fuerte, delícia. —Le pidió, y ella obedeció con una amplia sonrisa.

Alexandre arrancó como alma que llevaba el diablo, dejando en el subterráneo el poderoso sonido haciendo eco; subieron la rampa y se escabulleron por las calles de la ciudad, zigzagueando perfectamente entre el tráfico y siendo iluminados por los primeros rayos del sol.

Justo en el momento en que Alexandre abandonó la carretera Das Paineiras Elizabeth sabía a dónde jugarían, porque ese camino que habían tomado solo llevaba a un destino.

Uno que a ella le encantaba y que le traía muy buenos y ardientes recuerdos, uno donde él le había hecho promesas, y ella en ese entonces pensó que solo se trataba de una estrategia de seducción para que siguiera abriéndole las piernas. Jamás imaginó que en ese instante él estaba hablándole con el corazón.




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