Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 35

Giovanna terminó su turno en la unidad de cuidados intensivos y se fue al baño de enfermeras, donde se dio una ducha que arrastrara el olor a fármacos y todo el cansancio de una jornada de doce horas con un saldo de siete pacientes nuevos.

Al salir se puso unos vaqueros desgastados, una blusa de tiros finos, holgada, con un estampado de flores pequeñas rojas sobre un fondo negro, se calzó unas Converse y se hizo una cola alta.

Sentía que podría trabajar por doce horas más, que el agua había conseguido renovarle las energías; sin embargo, esa sensación de impotencia y tristeza seguía en el fondo de su pecho, imposible no sentirla cada vez que veía cómo la vida de uno de sus pacientes se apagaba. No le había quedado de otra que aprender a vivir con eso.

Salió del hospital y caminó hasta la parada de taxis, le pidió al chofer que la llevara al supermercado que quedaba cerca de su apartamento en Ipanema, podría irse caminando, pero precisamente ese día su tiempo era preciado, debía hacer las compras, después ir al gimnasio y descansar por lo menos cuatro horas, porque por la noche tenía un compromiso de la agencia.

Sabía que podía ahorrarse algunas ocupaciones, como ir al supermercado y cocinar, si decidiera irse a la lujosa residencia donde vivían algunas de sus compañeras, pero no lo hacía porque amaba su autonomía.

Vivir sola le daba la libertad de llegar e irse a la hora que le diera la gana, comprar las cosas que ella quisiera, cocinar lo que se le antojara y no depender de nadie.

El auto se detuvo frente al supermercado, ella pagó por el servicio, caminó a la entrada de la tienda y se dispuso a hacer sus compras. Inhaló profundamente y exhaló, preparándose para la travesía, mientras traía a su memoria todas las carencias alimentarias y de higiene que había en su apartamento.

Empezó por los vegetales, legumbres y frutas. Como era para ella sola solía llevar poca cantidad, lo suficiente para alimentarse por una semana.

Distraídamente metía en una bolsa unas manzanas cuando una mano masculina le ofreció el «fruto prohibido». Giovanna levantó su mirada y no se lo podía creer.

—¿En serio? —ironizó al ver que la mano pertenecía a Marcelo Nascimento.

—No sabía que veníamos al mismo supermercado —dijo todavía ofreciéndole la fruta.

—Y yo no creo que hagas tus propias compras —dijo arrebatándosela y la metió de mala gana en la bolsa—. ¿Qué se supone que haces aquí?, ¿acaso me estás siguiendo? —reprochó. Estaba muy molesta porque no le gustaba que su trabajo especial se mezclara con la parte cotidiana de su vida.

—Si eso es lo que deseas, lamento mucho desilusionarte, no eres tú la que me trae aquí. —Mintió mirándola a esos hermosos ojos oscuros, jamás admitiría que ella despertaba en él más interés de lo que no lo había hecho una mujer en su vida, aparte de Branca. 

—Entonces, ¿qué haces aquí? —cuestionó frunciendo el ceño, en un gesto obstinado. 

—No tengo por qué darte explicaciones, aunque es evidente lo que se hace en un lugar como este —mencionó y agarró una bandeja con fresas, no tenía ni puta idea si tenía en casa, pero algo debía inventarse.

—En serio creería en la patética mentira que acabas de decirme, si no fuera porque a esta hora deberías estar en el trabajo —dijo admirando lo bien que lucía, vistiendo un pantalón negro y una camisa blanca, que llevaba por dentro del pantalón y con las mangas dobladas hasta los codos, también había dejado un par de botones abiertos.

—Eso pasa cuando se es empleado y se tiene que vivir esclavizado a un horario.

—Se supone que el jefe debe dar el ejemplo y no abandonar el mando a las diez de la mañana.

—¿Por qué para ti todo representa un problema? —preguntó con un semblante muy serio.

—Mi problema eres tú, que se te da por aparecer en todos lados. ¿Por qué no simplemente te vas a otro pasillo y me dejas hacer mis compras en paz?

—Porque estamos en un lugar público y puedo estar donde me dé la gana. —Su voz era calmada, no discutía, como ella.

Giovanna resopló molesta, metió en el carrito la bolsa con las manzanas y lo empujó, pasándole una rueda por encima de los costosos zapatos.

—Permiso —refunfuñó, sin poder comprender por qué ese hombre la descontrolaba de esa manera.

Marcelo, con los dedos del pie adoloridos se quedó inmóvil, observando cómo ella huía; estaba seguro de que la afectaba, aunque pretendiera hacerse la difícil.

Además de las fresas también agarró una bandeja con kiwis y otra con piña ya en rodajas, solo por seguir manteniendo el teatro. Todo eso no podía llevarlo en las manos, por lo que decidió usar una de las cestas que estaban cerca, a la cual también echó algunos envases con frutos secos, cosas que comúnmente veía en su apartamento y que solo usaba Yanela para preparar sus comidas.

Decidió darse un paseo por el lugar, mirando cada producto que ahí se encontraba, pero realmente estaba más interesado en volver a encontrarse a Giovanna y echarle una vez más la culpa a la «casualidad».

Sin prestar mucha atención echó a la cesta un vinagre de vino blanco y fingió concentrarse en algo más, cuando la vio al final de ese pasillo; volvieron a cruzar sus miradas, pero después cada quien fue por su lado.




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