Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 36

Había pasado siete semanas sin ver a Elizabeth, lucía realmente hermosa con ese vestido blanco. Inevitablemente el corazón de Samuel empezó a saltar desaforado, amenazando con reventarle el pecho debido a la emoción que estalló en su ser.

Se moría por echarse a correr para abrazarla y refugiarla en su calor, darle un beso eterno y robarse el olor de su pelo. Quería decirle: «te he extrañado tanto mi niña, mi pequeña mariposa. Tu papi te sigue amando, más que nada en el mundo». Pero de su boca no salía una palabra y tampoco conseguía moverse.

Estaba ahí parado al lado de Rachell, como si ella lo estuviese obligando a estar presente, pero lo cierto era que estaba totalmente derretido. Todos en la gran sala habían dejado de existir y solo estaba su radiante niña de ojos cristalinos y pelo bonito. Vivía esa misma emoción de cuando la vio por primera vez, y su garganta se inundó en lágrimas, pero se obligó a pasarlas.

—¿Ves, mi cielo? Tu chiquita sigue igual de hermosa, no tiene ni un rasguño. La han estado cuidando muy bien. —Le susurró Rachell, mientras le acariciaba la espalda. 

Que ella le recordara que alguien más había estado cuidando de su hija volvió a despertar al monstruo de los celos y le hizo consciente de que alguien más la acompañaba, de que su familia ahora era esa que la franqueaba, y que él parecía ya no formar parte de su vida. Se sentía como un pañuelo desechable al que su hija usó mientras crecía, un paño que limpió lágrimas, un paño que la consoló muchas veces, uno que curó heridas y soportó resfriados, uno que siempre se mantuvo firme, que le demostró todo su amor y que ahora ya no necesitaba. Más que tirarlo a la basura lo había echado al olvido, y eso era peor que cualquier cosa.

Elizabeth miraba a su padre embobada, tuvo que esforzarse mucho para no correr a sus brazos en busca del refugio más cálido que pudiera existir. Recordar que él ya no la veía como a su hija le dio el valor para permanecer en el lugar, y una vez más se le instaló en el pecho ese angustiante dolor de saberse desprotegida del hombre que juró hacerlo hasta su último aliento.

Si no fuera porque Alexandre la tenía agarrada de la mano y se la apretaba tiernamente, como un gesto que le infundía fuerza, se hubiese echado a correr, habría escapado de la casa de su abuelo para poder llorar libremente por el abandono de su padre.

Alexandre podía sentir la tensión en el ambiente, la postura desafiante de Samuel Garnett era hasta cierto punto intimidante, pero él no era un cobarde e iba a afrontar la situación.

—Debemos saludar —susurró Rachell con una cálida sonrisa, instando a su marido a caminar—. Recuerda lo que te dijo Reinhard.

Samuel estaba atragantándose con su orgullo solo por complacer a su tío, él no quería estar ahí, no le interesaba en absoluto conocer a las personas que le habían robado a su hija; le importaba una mierda si era una familia correcta, si eran honestos. Para él solo eran unos ladrones y punto, y no iba a tolerarlos.

Violet se soltó de la mano de su madre y se echó a correr, prácticamente se estrelló contra Elizabeth, quien la recibió con un fuerte abrazo.

—¡Ay, enana! Te he extrañado muchísimo. —La alejó para mirarla los ojos, su salvadora. Su hermanita la había rescatado de una terrible tortura—. Creo que has crecido mucho más, dentro de poco serás más alta que yo.

—Yo también te extraño mucho, Eli, ¿por qué no vuelves a la casa? —preguntó y desvió la mirada a Alexandre—. Tú también puedes venir.

—Eso lo hablaremos después, mejor saluda. —La instó Elizabeth, besándole la mejilla y con un ademán se la presentó a sus suegros—. Mi hermanita, Violet, es la chiquita de la familia —dijo con orgullo, mirando más que todo a Guilherme, porque era con quien simpatizaba. Estaba segura de que Arlenne había asistido obligada.

—Hola, pequeña, ¡qué bonitos ojos tienes!

—Gracias, son como los de mi mami. Usted se parece mucho a Alex, pero con el pelo más corto —comentó sin poder guardarse su opinión.

—Quizá porque es su papá —habló Elizabeth.

—Eso imaginé —dijo sonriente y sonrojada.

—Un placer, señor, un placer, señora —dijo a la mujer que era muy alta y de pelo rubio.

—Igualmente, señorita, eres muy hermosa. —Arlenne le respondió con cariño, sintiendo que sus temores empezaban a mermar, y le parecía buena idea que Guilherme la hubiese obligado a venir, porque de cierta manera, todo parecía ser más serio. Solo esperaba que el amor de Elizabeth por su hijo también lo fuera.

—Hola, Luana, ¿es tu hijo? —preguntó con la mirada brillante puesta en el niño, y se moría por tocarle los rizos que parecían estar esponjosos.

—Sí, este es mi Jonas —dijo sonriente—. Dile hola, Jonas. —Le pidió al tímido de su hijo—. Dile hola Violet. —Lo instó.

—Hola —susurró y después escondió la cara en el cuello de su madre.

—Es un poco tímido, pero sé que te ganarás su confianza muy rápido —explicó tratando de concentrarse en Violet y no en Oscar, que estaba parado al lado del señor Garnett. Ya con la sola idea de que iba a verlo se había puesto muy nerviosa y todavía no lograba controlar sus emociones, que estaban destrozando su estómago.

Sin poder evitarlo volvió a mirarlo, para descubrir que él seguía con sus ojos puestos en ella; eso no ayudó en nada, por lo que rápidamente le esquivó la mirada.




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