Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 43

Elizabeth despertó todavía muy aturdida y realmente adolorida, sentía cada músculo entumecido, no podía bajar sus brazos porque estaba esposada al cabecero de hierro forjado de una cama, o eso suponía, ya que una capucha no le permitía ver más que un negro total.

Tiró de sus manos hacia abajo, no soportaba el dolor en los hombros, pero terminó lastimándose las muñecas y un jadeo de dolor se ahogó tras la mordaza que llevaba puesta.

Poco a poco empezaba a ser consciente de su horrible situación, movió los pies y escuchó el sonido de unas cadenas, las cuales le dieron la limitada libertad de solo flexionar las rodillas.

Sentía que el miedo empezaba a superarla y la sensación del torturante dolor hacía todo más complicado, tragó las lágrimas sintiendo su garganta reseca, su pobre corazón iba a estallar en mil pedazos e intentaba recordar lo que había pasado al mismo tiempo que se obligaba a no entrar en pánico.

Realmente no podía recordar nada, solo un punzante quemón en su cuello. Luchó, sí, recordaba haber luchado y golpeado un costado del hombre.

Inevitablemente una ráfaga de preguntas surgió en su cabeza.

¿Quién era o eran los que la tenían ahí?, ¿por qué a ella?, ¿qué le harían?

Tras esas dudas el miedo se hizo más fuerte, cobró tanta vida que perdió el dominio de su cuerpo y empezó a temblar sin control; terribles espasmos la recorrían desde los dedos de los pies hasta la cara, una sensación que nunca había sentido. En su rostro se sucedían tics, productos de los nervios, atacados por el terror.

Trataba de consolarse a sí misma pensando en que por lo menos todavía estaba viva, que podía escuchar su respiración y el latir enloquecido de su corazón, eso era buena señal; sin embargo, una parte de ella le gritaba que iba a vivir cosas horribles, cosas inimaginables, que por más que suplicara que lo hicieran rápido no se compadecerían de ella; que todo iba a ser lento y difícil, e iba a desear estar muerta.

Estaba viviendo esa pesadilla que jamás imaginó podría alcanzarla, en ese instante sabía que tener a Vidal tras las rejas no era el fin del terror, que algo más grande estaba tras todas esas mujeres que sufrieron ese destino que a ella le esperaba.

Imaginó el dolor en sus seres queridos, la impotencia de su padre y la desesperación de Alexandre.

«Papi…, por favor papi…, ven a buscarme». Pensó con las lágrimas corriendo por sus sienes.

Trató de recrear un momento en que su padre llegaba a rescatarla, y le fue imposible que los sollozos se ahogaran en su garganta. Suplicaba por escuchar la voz de su padre o la de Alexandre; incluso, quería escuchar su propia voz, para no sentirse tan sola ni aterrada, pero estaba sola con sus atormentados pensamientos.

Como si sus deseos se hubiesen cumplido escuchó el sonido de una puerta al abrirse, pero el terror se desató por cada molécula de su ser y anheló estar sola de nuevo, podía sentir la presencia de alguien ahí, y todo su cuerpo volvió a temblar; todos sus sentidos se pusieron alerta y juraba que su corazón no iba a resistir un segundo más; sin embargo, seguía latiendo, haciéndole vivir esa espantosa situación.

Escuchó los pasos acercarse a donde ella estaba acostada, empuñó fuertemente las manos y tiró hacia abajo, querido sacarlas de las esposas, pero sabía que sería imposible y solo se estaba lastimando más.

Podía sentir claramente la presencia de alguien parado junto a la cama, podía escuchar su pesada respiración, y ni siquiera podía gritarle que se largara.

El suave toque de las yemas de unos dedos se posó en una de sus rodillas, pero para ella era como si le estuviesen abriendo la piel con hojillas; su espalda se arqueó y todo su cuerpo entró en tensión.

No iba a permitir que la tocaran, no iba a permitir que pusieran sus sucias manos encima de ella, por lo que empezó a mover las piernas; lo poco que podía las flexionaba y estiraba con violencia, tan fuerte, que los grilletes en sus tobillos empezaron a pelarle la piel.

—Tienes que calmarte —habló alguien a través de un modulador de voz, era un tono terrorífico, de esos comunes en las películas—. Si te pones histérica será peor, solo mantén la calma si quieres salir con vida de aquí. —La sostuvo por las rodillas, apretándolas con fuerza, dejándole saber que era quien tenía el poder.

Era mentira, Elizabeth sabía que era mentira, que ya no saldría de ahí, que lo último que vería sería ese trapo negro; quiso seguir moviéndose, pero las grandes manos le apretaban con mucha fuerza las rodillas.

—Desde este momento tendrás que obedecerme, hacer todo lo que yo te pida… —dictaba sus órdenes y Elizabeth negaba desesperadamente con la cabeza—. ¿Tienes sed? —preguntó.

Elizabeth se quedó muy quieta, claro que tenía sed, se estaba muriendo de sed, pero volvió a negar con la cabeza porque no quería absolutamente nada que viniera de sus raptores.

—Sé que sí, que te mueres por un vaso de agua, pero no te lo daré hasta que digas que obedecerás a todas mis peticiones. —La apretó un poco más, pero después la soltó.

Elizabeth jadeó de alivio, pero solo ella sabía que había hecho eso, ya que la cinta en su boca estaba muy apretada y no le permitía hacer nada. Sintió los pasos alejarse y una vez más la puerta emitió un sonido amortiguado.




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