Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 45

Las pupilas extremadamente más pequeñas de lo normal, producto del enojo se movían nerviosas sobre la gran pantalla del televisor empotrado en la pared, donde se veía el gran despliegue policial realizado por toda la ciudad, en búsqueda de la chica que le estaba haciendo compañía.

En realidad, no le preocupaba, porque sabía que ahí no la encontrarían, así que con gran tranquilidad siguió mirando el televisor con una leve sonrisa de satisfacción, y para asegurarse de que era él quien tenía el poder, usó el control y dividió la pantalla en dos.

Del lado izquierdo las noticias, en el derecho su chica dormida. El mundo exterior dejó de tener sentido y solo miraba minuciosamente el cuerpo tendido laxo en la cama.

Era perfecta, de eso no tenía dudas, pero sabía que juntos podían ser mejor que eso. Perdió el sentido del tiempo en esa imagen, hasta que vio que se estaba removiendo, estaba despertando y estaba plenamente seguro de que estaría hambrienta y sedienta.

Tan solo pulsó un botón en el control y la pantalla volvió a abrirse completa en las noticias que seguían relatando la desaparición de Elizabeth Garnett, mientras mostraban una imagen del fiscal de Nueva York saliendo de la delegación, siendo acosado por los medios de comunicación. El tipo solo dejaba en el aire lo maldito y arrogante que era, se creía superior a cualquier ser humano; a nadie tomó en cuenta, ni siquiera parecía abatido, simplemente caminó con la mirada altiva al frente y subió a un todoterreno blindado.

—¡Maldito! —rugió, porque deseaba verlo arrastrándose en el suelo, deseaba verlo acabado, suplicando por su niña, llorando porque se la devolvieran. En cambio veía todo lo contrario, y eso lo descontrolaba.

Inhaló profundamente y exhaló, después empezó a reír, comprendiendo que lo más importante era que tenía a Elizabeth Garnett con él; se levantó del cómodo sofá en el que se encontraba y caminó a la cocina, donde empezó a preparar un sándwich para su huésped.

Lo puso en una bandeja, junto a un vaso de cristal y caminó hasta detenerse frente a la pared falsa que escondía detrás un pasillo y después la habitación con un perfecto sistema de insonorización.

—Lepidoptera —dijo alto y claro, para que el sistema de seguridad escaneara su voz y la clave de acceso.

Inmediatamente la pared se desplazó a la derecha, dejando al descubierto el pasillo de aproximadamente metro y medio de ancho, donde había una mesa de metal con dos compartimientos, en la cual tenía un pasamontaña, el distorsionador de voz, una Glock cargada y una variedad de cuchillos, guantes, cadenas y otro par de esposas.

Dejó la bandeja sobre la mesa, agarró una de las botellas de agua que tenía como provisiones para su sedienta chica y la vertió en el vaso de cristal, sacó una pastilla de Rohypnol, la trituró y la disolvió en el líquido, bien sabía que no podía preparar la bebida en la botella porque no iba a correr el riesgo de dejar residuos en el envase.

Se puso el pasamontaña y el distorsionador; respiró profundo y corrió el seguro de la pesada puerta.

Elizabeth se tensó y contuvo el aliento cuando el ruido de la puerta interrumpió sus atormentados pensamientos. No podía escuchar los pasos, pero sentía la presencia de quien se acercaba, y el pecho lo sentía a punto de reventar producto del dolor que le provocaba no poder respirar.

Cuando un peso extra se sintió en el colchón, ella rápidamente flexionó con rapidez y violencia las piernas, por lo que las cadenas se tensaron y los grilletes le pelaron la piel ya lastimada.

Jadeó de dolor, pero sabía que sería peor volver a sentir ese toque caliente de horas pasadas y que tanto la había aterrado.

—Elizabeth, presta atención. —Le pidió la voz terrorífica—. Por tu bien, será mejor que mantengas la calma.

Ella solo pensaba que si eso fuera tan fácil como acatar la petición lo haría, pero cada terminación nerviosa de su cuerpo estaba alerta, y no podía controlarlo.

—¿Lo entiendes?

Asintió con la cabeza y trataba de respirar profundamente por la nariz, sabía que no había mayor tranquilizante que un ejercicio de respiración, pero la situación la superaba totalmente.

—Voy a quitarte la mordaza para que comas, no quiero que grites ni forcejees.

Elizabeth volvió a asentir casi de manera desesperada, más que comer lo que deseaba era agua, sabía que si le daban algún alimento no lograría pasarlo de su garganta y podría ahogarse.

Cada músculo de su cuerpo seguía en tensión, tanto, que le dolían; sintió cómo empezó a subirle la capucha, ella se quedó inmóvil ante los nervios y la expectativa que dentro de poco podría mirar a su captor o captores, podría ver dónde estaba, y eso de cierta manera la tranquilizaba.

Su mayor deseo no se cumplió, porque le dejó la capucha solo hasta la mitad de la nariz; sin embargo, ella aprovechó la pequeña ventana para mirar, no podía ver más que el torso del hombre que estaba sentado al borde de la cama y que vestía de negro.        

Le extrañó el cuidado con el que empezó a retirarle la cinta que le cubría, aunque parecía que le estaba arrancando la piel, el dolor hizo que las lágrimas se le derramaran y corrieran por sus sienes.

Al sentirse libre lo primero que hizo fue agarrar una bocanada de aire y después pasarse la lengua por los labios, pero más que alivio sintió un gran ardor, los sentía agrietados y le sabían a sangre.




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