Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 50

Otra noche que Samuel debía llegar a casa sin Elizabeth, cargado de la impotencia y el dolor que sentía en el alma por no encontrar a su pequeña; tampoco tenía el valor para presentarse ante Rachell con las manos vacías, ni siquiera quería mirarla a la cara, porque solo pensaría que era un inútil, un fracasado, que así como no pudo cumplirle el juramento a su madre de hacerle justicia, tampoco iba a cumplir el juramento que le había hecho a ella de regresarle a su hija sana y salva.

Thor le palmeó la espalda y siguió de largo a la habitación, ante la mirada de Reinhard, Sophia y las gemelas. Él tampoco quiso acercarse donde estaba su familia, sabía que estar solo era la peor opción, que sus demonios aprovecharían su momento de debilidad para hacer de las suyas, pero prefería enfrentar eso a tener que explicar otro día de fracaso.

Entró a la biblioteca con la Mac de su hija, que le habían devuelto antes de abandonar la delegación; cerró la puerta y caminó hasta un sofá, donde se dejó caer pesadamente, sintiendo que la cabeza iba a estallarle y que la espalda le hormigueaba.

Recordó que tenía que llamar a su secretaria, le había dado su palabra de que lo haría, por lo que buscó en el bolsillo de sus vaqueros su teléfono. A pesar de que estaba fuera de su horario laboral, le contestó inmediatamente.

Por medio de videollamada discutieron todos los pendientes para el día siguiente, de los cuales se encargaría su equipo de trabajo. Por primera vez en treinta y tres años que llevaba trabajando para el Estado en pro de la justicia desatendía sus labores y estaba dispuesto a seguir faltando presencialmente a sus obligaciones hasta que no apareciera Elizabeth.

Agradecía que su equipo fuese comprensivo, sobre todo su asistente, quien lo cubría en la situación que se encontraba; pero si lo llamaban para exigirle regresar a Nueva York, él sin pensarlo presentaría su renuncia. No tendría sentido trabajar si una de las razones por y para quien lo hacía no estaba a su lado.

Después de una hora en la que apenas podía mantener los ojos abiertos terminó la llamada, con un «no se preocupe Fiscal, nosotros nos encargaremos de todo», lo que alivió un tanto sus preocupaciones.

Colgó y dejó descansar la cabeza en el respaldo del sofá, dormitó unos diez minutos y volvió a despertar sobresaltado, pensando que quizá habían pasado horas.

Por temor a quedarse dormido por mucho tiempo y porque la conciencia no lo dejaba, sabiendo que su hija probablemente estaría suplicando su presencia se espabiló totalmente.

Agarró la Mac de Elizabeth que había dejado a un lado y se la puso en el regazo, la abrió y la encendió. La imagen de inicio le partió el corazón, lo hizo feliz y lo llenó de nostalgia a partes iguales.

Era una fotografía donde aparecía ella besando a ese hombre con el que pretendía casarse y al que apenas había visto desde que se habían llevado a su niña.

La fotografía fue tomada desde la Piedra de Gávea, y debía admitir que con un amanecer extraordinario. Ahí ella se notaba feliz, con esa brillante sonrisa que podía iluminar el día más oscuro.

—¿Dónde estás, mi pequeña? —preguntó acariciando con la yema de sus dedos la imagen de su hija—. Donde sea que estés, quiero que seas fuerte, muy fuerte… Tu papi está haciendo lo posible por rescatarte, pero por favor, mi vida, resiste. —Sin poder evitarlo los ojos se le llenaron de lágrimas—. Sé que eres una mujer valiente y que no dejarás que nada te quebrante, eres más fuerte que todo eso, más fuerte que el mundo. —Se limpió las lágrimas, y dispuesto a seguir buscando pistas, por mínimas que fuesen, empezó a revisar el aparato.

Entró en cada compartimiento, cada carpeta; en su mayoría eran cosas de trabajo y algunas fotos familiares; tenía varías de cuando fueron a Las Bahamas. Él deseó poder retroceder el tiempo a ese instante en que él la tenía abrazada y ambos sonreían.

No iba a hacerse a la idea, no iba a resignarse a que no volvería a verla, su corazón de padre le gritaba que no perdiera la fe, que siguiera luchando hasta encontrarla.

En ese momento entró una notificación de un correo nuevo, entró a la cuenta y tres nuevos mensajes estaban en la bandeja. Uno en particular llamó su atención y causó que una mezcla de miedo y emoción lo azotara.

Sabía que leer ese correo le correspondía a Elizabeth, pero lamentablemente ella no estaba ahí para poder hacerlo, así que lo abrió.

Se llevó las manos al rostro y empezó a llorar ruidosamente, sintiéndose demasiado emotivo al leer la carta de admisión que le daba la bienvenida a Harvard.

Se sentía orgulloso de su hija, muy orgulloso; en ese momento lo estaba haciendo el padre más feliz en el mundo, pero también le ganaba la impotencia y la desesperación; tenía tanta rabia, tanto dolor, que deseaba destrozar todo lo que le rodeaba, para ver si con eso dejaba de sentirse tan inútil.

—Samuel, ¿Sam? —Escuchó la voz de Rachell e inmediatamente reprimió sus emociones, las cortó de raíz, dejó de llorar y empezó a limpiarse las lágrimas.

—Estoy bien, cariño, no pasa nada. —Se pasaba las manos por la cara y después se las secaba en el pantalón.

—No estás bien, no estás bien, mi vida, y no tienes por qué ocultarlo. Si lo haces eso solo terminará matándote… Podemos llorar juntos —dijo tomándole las manos.




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