Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 51

Elizabeth despertó exhausta tras una noche de sueños inquietos, seguía sumida en la oscuridad de la capucha, permaneció recostada vacilante, no deseaba sentarse, mucho menos salir de la cama, porque no podría moverse ni un metro sin que eso volvería a hacerle sentir la desgarradora realidad de su secuestro.

Sintió esa rara incomodad que toda mujer experimenta a lo largo de su vida desde que dejaba de ser niña; se llevó una mano entre las piernas y se mojó los dedos.

—Lo que faltaba —murmuró escuchando su voz, que ya empezaba a parecerle extraña, pensó que quizá debía hablar más, para no terminar desconociéndose a sí misma.

Empezó a sentir la extrema necesidad de asearse, la horrible sensación pegajosa entre sus piernas no ayudaba en absoluto. Estaba casi segura de que su captor no entendería su emergencia o sencillamente no se compadecería de ella e iba a tener que soportar esa situación desagradable por los próximos tres días. 

Además de estar lidiando con su menstruación, sus labios resecos y su garganta rasposa le recordaban que tenía mucha sed, y por si fuera poco, el estómago le dolía y le sonaba por el hambre.

Escuchó la puerta abrirse, ante esa acción en ella se produjo la reacción, apretó fuertemente los párpados y una subida de adrenalina recorrió su cuerpo; a pesar de tener los ojos cerrados, su mundo empezó a girar como si fuese a la velocidad de un millón de kilómetros por hora.

«Quédate quieta o volverá a golpearte». Podía escuchar su propia voz resonando en su interior, dándole consejos a gritos, porque lo que menos deseaba era que volvieran a lastimarla, todavía le dolía mucho la mejilla, la piel seguía caliente y muy sensible como para buscarse otro golpe. 

Sentía la presencia del hombre acercarse y empezó a respirar de forma irregular y claramente audible, su aliento caliente condensado dentro de la capucha la sofocaba todavía más.

—Levántate —ordenó la maldita voz.

Elizabeth quiso hacerse la dormida, por el simple hecho de no querer acatar los mandatos de ese malnacido, pero temía que se hubiese dado cuenta de que se había movido.

—Te he traído comida y agua, pero no comerás hasta que te lo indique… —hablaba cuando se percató de la mancha de sangre en las sábanas.

Elizabeth se levantó y se sentó abrazándose a las piernas.

—Antes de comer necesito ir al baño, tengo que lavarme —dijo.

—Todavía no, cuando yo lo diga.

—No podré comer, tengo las manos sucias —dijo con la cabeza baja, intentando esconder su rostro, como si no fuese suficiente la capucha.

—Si te da la gana te las lavas con el agua de la botella. Elige, es alimentarte o lavarte.

«Maldito, maldito y mil veces maldito». Elizabeth quería gritarle eso y más, pero no pretendía despertar su furia.

—Comeré —respondió y se atrevió a hacer una petición—. No quiero seguir manchando las sábanas, necesitaré unas copas menstruales y ropa interior.

—Podrás quitarte la capucha cuando escuches una melodía, y tendrás que volver a ponértela cuando deje de sonar… ¿Entendido? —preguntó ignorando su solicitud.

—Sí, lo entiendo —respondió.

Él acarició lentamente con las yemas de sus dedos el dorso de la mano de Elizabeth, ella se tensó por entera e inevitablemente las empuñó. Antes de que pudiera alejar su mano de la pervertida caricia, él dejó de tocarla.

Lo sintió alejarse; aun así, no podía controlar su agitado pecho, después escuchó el sonido amortiguado de la puerta al cerrarse, le pareció una eternidad desde que el hombre salió hasta que escuchó la suave melodía del instrumental de Garota de Ipanema; de verdad agradeció poder escuchar algo más que su respiración y los latidos alterados del corazón.

Inhaló profundamente y exhaló con lentitud al tiempo que se quitaba la capucha, una vez más, la claridad era una completa desconocida para ella y debió tomarse cierto tiempo para acostumbrarse.

Miró sus dedos manchados de sangre y la botella de agua, sabía que seiscientos mililitros no serían suficientes para lavarse las manos y aplacar su sed, tuvo que ingeniárselas para rendir el líquido, por lo que agarró la punta de la sábana, la mojó y la usó como una toalla húmeda.

Ya con las manos aparentemente limpias, era momento para aplacar su sed. Casi se bebió de un trago toda el agua que quedó, lo hubiera hecho de no haberse obligado a parar, porque necesitaba dejar para después de la comida.

En un plato había panqueques con arándonos y fresas, también huevos duros. No había cubiertos y el plato era de plástico, suponía que para evitar que le hiciera o se hiciera daño. Eso era un desayuno, lo que le hizo imaginar que sería de mañana, pero recordó que toda la comida que le había dado era lo que comúnmente se comía a primera hora del día, así que no podría saber si era de mañana, tarde o noche.

No pudo evitar devorarse todos los alimentos, porque realmente estaba hambrienta, quizá uno de los medios de tortura de su captor era matarla de sed o de hambre.

Empezó a extrañarle que habían trascurrido más de cinco minutos desde que terminó de comer y el repertorio de solo instrumentales seguía sonando, empezó a canturrear las que se sabía y eso no la hacía sentir tan sola ni tan asustada, aunque seguía pensando en alguna manera de salir de ahí, y por más vueltas que le daba al asunto, sabía que la única forma era ganarse la confianza del hombre, para que la soltara de esa maldita cadena y después hallar la forma de dejarlo inconsciente.




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