Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 56

Había dejado de menstruar y con eso se acabaron las condolencias, volvía a permanecer amarrada la mayoría del tiempo y solo le permitían ir al baño tres veces al día.

Las comidas seguían siendo dos y en muy pocas cantidades, por lo que estaba segura de que había perdido por lo menos dos kilos. Todo el tiempo estaba hambrienta y se sentía débil, aunque se lo había dicho al hombre, él sencillamente ignoraba sus comentarios, dejando claro que las cosas solo se hacían a su manera y no cuando ella quisiera.

Había terminado el nefasto libro, le aburrió extremadamente y el final fue bastante predecible, pero por lo menos le ayudó a no pensar en ese encierro y en cuánto estaban sufriendo sus padres, su abuelo y toda su familia. No podía sacarse la imagen del vídeo, por lo que sufría y se llenaba de impotencia a cada minuto que pasaba.

La puerta volvió a abrirse, y en ese momento el silencio y la expectación volvió a adueñarse de todo; la quietud se apoderó de ella, no podía moverse porque el miedo la paralizaba, aunque no quisiera, era un sentimiento más poderoso que ella; deseaba mostrarse fuerte, verse más relajada, pero sus músculos parecían gelatina y empezaban a temblar.

Miró al hombre que se acercaba vistiendo de negro, como siempre; parecía un uniforme que mostraba lo peligroso que podía llegar a ser, llevaba puestos unos vaqueros y una camisa manga larga, el pasamontañas y los lentes de esquiar, era el atuendo de todos los días, eso era lo único que conocía de su captor.

Él agarró el banquito de plástico que había dejado junto a la puerta cuando la visitó horas, días o un mes antes, ya ella no podía saberlo, y le había dejado huevos revueltos y tostadas nada más, no había mermelada o mantequilla, la estaba matando poquito a poco de hambre.

Puso el banco muy cerca de ella, frente a la cama, y se sentó con las piernas separadas.

Ella no le hablaría si él no lo hacía, no tenía ganas de dirigirle la palabra, así como no lo había hecho cuando le llevó los huevos y las tostadas, no después de que la torturara al mostrarle lo desesperados que estaban sus padres; agradecía verlos, porque podía recordarlos, pero no de esa manera, no ver que estaban muriendo porque posiblemente no sabían nada de ella.

No creía que hasta el momento hubiesen exigido algún rescate para entregarla, él se lo había dicho cuando le aseguró que no estaba ahí por dinero, pero todavía guardaba la esperanza de poder salir de ahí, no iba a resignarse a quedarse encerrada toda la vida con ese desgraciado cobarde que no daba la cara. No estaba segura de cuántos fueran ahí afuera, pero el que entraba siempre era el mismo. Aunque no se mostrara y distorsionaba su voz podía reconocer su contextura física.

—Elizabeth, ¿quieres salir de aquí?, ¿quieres salvarte? —preguntó y con ello captó totalmente su atención. Quien segundos antes parecía estar totalmente desorientada, quizá muy perdida, sin tener la menor idea de dónde estaba, posiblemente sin saber realmente quién era o en quién se había convertido.

—Sí, quiero irme a casa.

—¿Con quién te irías?, ¿con tus padres o con ese hombre con el que ibas a casarte?

—A casa —respondió sin ser específica, no tenía por qué darle explicaciones.

—¿Harías lo que yo te pida si con eso puedes irte? —preguntó en un susurro, que no fue para nada seductor debido al distorsionador. Quiso estar más cerca de ella, por lo que se aproximó apoyando los codos sobre las rodillas.

—Sí, haré lo que sea —respondió con el corazón desaforado y abrazándose con más fuerza a la esperanza.

—¿Cualquier cosa? —Volvió a preguntar por el simple hecho de ponerla a prueba.

—Sí —dijo con contundencia y miraba al cristal de los lentes, como si eso fuese suficiente para mirarlo a los ojos.

El hombre inhaló profundamente, estudiando su petición.

—Quiero que te desvistas y me pidas que te haga el amor, quiero que jadees y grites, que me hagas sentir que lo disfrutas, quiero que lo desees.

Elizabeth sintió que el pánico casi la dominaba, quería gritar o salir corriendo, ese hombre estaba casi pidiéndole que se arrancara el corazón o que dejara de respirar. Se le cerró la garganta, sintió ahogarse, abrió la boca y se echó hacia atrás, como si le hubiera dado un fuerte puñetazo en el pecho.

¿Cómo iba a pedir algo que no deseaba?, ¿cómo podía entregarse por voluntad a un hombre que sin haberle visto la cara le repugnaba? Mientras se hacía todas esas preguntas solo llegaba a su mente la imagen de Alexandre, estaba segura de que no podría hacerle algo como eso, no. Tendría que obligarla, pero de su boca jamás saldría tan absurda petición.

—No…, no puedo, no puedo —respondió titubante.

—Solo desvístete y pídemelo… Así tendré algo para recordarte cuando te deje ir.

Elizabeth no sabía qué otra cosa hacer, el poco aliento que le quedaba dentro subió bruscamente a su garganta. Sus manos no reaccionaban, no podía moverlas para empezar a quitarse la camiseta, tampoco conseguía que sus labios se separaran para al menos exhalar sus miedos. A todo eso se amontonaban en su cabeza fantasías de esperanza y libertad, se imaginaba saliendo de ese lugar y olvidando esos días de terror.

Recorrió lentamente con la mirada a ese hombre, incluso se aproximó más a él para mirarlo, para hacerse una idea, y fue en ese momento que sus pupilas consiguieron ver algo por la abertura que dejaban dos o tres botones abiertos de la camisa.




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