Mariposa Capoeirista (libro 3)

CAPÍTULO 64

A pesar de que estaba en un lugar mucho más cómodo, mejor climatizado y con una alimentación completamente balanceada, Elizabeth solo pudo dormir pocas horas, porque inevitablemente era atacada por terribles pesadillas, además del dolor en su rostro.

Despertar y no estar amarrada era lo mejor que le había pasado en todo el tiempo que llevaba secuestrada; sin embargo, tan solo había cambiado de jaula, porque seguía encerrada.

Ya había intentado salir, pero la puerta estaba trancada y no tenía ventanas, solo un tragaluz en el baño y otro en la habitación, donde en la noche se corrió la persiana automáticamente, por lo que pudo ver las estrellas.

Ahora podía saber cuándo era de día y cuándo de noche, hizo a un lado las sábanas de seda y fue al baño, cerró la puerta con seguro y aprovechó para darse una larga ducha de agua caliente; volvió a lavarse el pelo, aprovechando que ahí podía durar todo el tiempo que quisiera y que los productos no eran racionados.

Cada vez que cerraba los ojos volvía a vivir el momento en que le dispararon a Paulo en la cabeza. Ella había deseado que pasara; incluso, si hubiese tenido la oportunidad lo habría hecho ella misma, pero no sabía que verlo iba a perturbarla a tal punto.

Ni siquiera el dolor en su rostro era suficiente para distraerla de sus atormentados pensamientos y de la incertidumbre que ahora reinaba en ella.

Terminó de ducharse y se quedó mucho tiempo mirándose al espejo, tratando de reencontrarse con la Elizabeth que no había pasado por ese infierno, pero solo veía un rostro con las huellas de la violencia de un hombre obsesionado.

Tenía un horroroso parche rojo y brillante de sangre en la esclerótica izquierda, ya su mejilla no estaba tan inflamada, pero sí le dolía mucho la parte interna del labio, donde la había partido, y lavarse los dientes era una tortura, cada vez que escupía volvía a hacerlo con sangre. Pero sabía que iba a sanar, estaba segura de eso, tanto física como emocionalmente.

No iba a permitir que esa experiencia borrara a la mujer que era, que unos días, quizá meses acabaran con la chica feliz y amada que había sido, no iba a permitir que esa situación la consumiera. Seguramente Alexandre o su padre terminarían encontrándola.

Por lo menos ya Alexandre sospechaba de Paulo, y conociéndolo, sabía que no iba a darse por vencido, que iba a investigar hasta dar con todo lo que había pasado. Se aferraba a esa esperanza como si fuese un salvavidas en medio de un océano embravecido.

Volvió a ponerse el albornoz y salió del baño, pero justo al abrir la puerta se encontró al hombre que había matado a Paulo, sentado en un sillón junto a la puerta.

Sus ojos negros con una espesa línea de pestañas oscuras, que le daban la impresión de tener los ojos delineados, la miraban con atención, pero no con lascivia.

—¿Cómo amaneciste? —preguntó, estaba sentado con las piernas cruzadas en una posición elegante y varonil.

Elizabeth no podía responder, estaba demasiado asustada como para hacerlo, solo se quedó parada bajo el umbral de la puerta, observando al hombre alto y elegante, mientras tragaba en seco, tratando de devolver el corazón a su sitio.

—Entiendo que estés asustada, veo que Paulo se comportó como un animal contigo… No debió ponerte una mano encima, ni siquiera debió elegirte. —Él comprendía que ella no iba a hablar—. Te he traído comida, si deseas algo más puedes pedírmelo, lo que sea…

Elizabeth quería decirle que lo único que deseaba era irse a casa, quería volver con las personas que amaba y olvidar todo eso, pero bien sabía que ese hombre no la dejaría marchar por las buenas, no importaba qué tan amable se mostrara, ella sabía que no lo era; se lo había demostrado al matar a Paulo sin remordimiento alguno.

—¿Deseas ropa? —Le preguntó.

Elizabeth afirmó lentamente, las necesitaba porque con el albornoz se sentía desnuda.

—Está bien, te la traeré… Espero que disfrutes el desayuno.

Se levantó y a ella le pareció más alto que la vez anterior, era delgado, elegante y muy educado, no parecía ser un delincuente, pero probablemente lo era; de otra manera Paulo no la habría llevado ahí.

En cuanto el hombre salió, ella encontró el valor para caminar de regreso a la cama, se sentó al borde y sus ojos se posaron en la bandeja que estaba en el comedor de dos puestos, que estaba cerca de la puerta. Su estómago le pedía que corriera y se devorara cada miga de comida, pero el miedo la obligaba a seguir empuñando las sábanas.

Después de algunos minutos fue por la bandeja y la llevó a la cama, no sabía si eso estaba permitido, pero temía comer cerca de la puerta. Se sentó sobre sus talones y disfrutó como nunca de un típico desayuno americano, de pan tostado, huevos, mermelada y tocino.

Gemía con cada bocado ante el éxtasis que sentía, eso le había hecho apreciar verdaderamente el valor de los alimentos, porque en esos días había pasado mucha hambre.

Se atrevió a agarrar el control que estaba en la mesita de noche y encendió el televisor que estaba pegado a la pared de en frente, estaban trasmitiendo una película nacional, pero ella no deseaba ponerse al tanto del mundo del cine, por lo que sintonizó el canal de noticias, pero en el instante estaban cumpliendo con pausas publicitarias; le bajó el volumen y tomó del café que ya se había enfriado pero que igualmente le sabía a gloria.




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