Adita
Esa palabra se pronuncia llamándome.
Miro a mi alrededor. A ambos lados, hay dos espejos que se extienden hasta el cielo.
El cielo azul brilla con todo su esplendor, iluminando el amplio campo que me rodea.
Me observo en el vasto espejo que refleja mi imagen. Mi largo cabello azabache está delicadamente trenzado a un lado, y mi cuerpo luce un hermoso vestido blanco de tiras, adornado con pequeñas flores azules que parecen bailar con el viento.
Tras admirarme, dirijo mi mirada hacia el frente y encuentro un árbol majestuoso, imponente y cubierto de hojas verdes, no muy lejos de donde me encuentro.
Mis pies se mueven por sí solos, como si no fuera yo quien los guiara, como si mi cuerpo ya no me perteneciera, llevándome hacia ese lugar misterioso y encantado.
Todo a mi alrededor es tan hermoso que parece irreal, pero por alguna razón, me siento atrapada entre esos dos espejos que solo me permiten avanzar por un único camino.
Ese camino me lleva hacia el árbol.
Al llegar, me quedo maravillada por sus hojas, de un verde brillante que resalta con los rayos del sol en su máximo esplendor.
Tratando de escapar del calor, me resguardo bajo su sombra, buscando alivio en la frescura que me ofrece.
Desde mi lugar bajo el árbol, observo cómo una hoja cae suavemente y, al alcanzarla con mi mano, sucede algo increíble.
En el instante en que la hoja toca mi piel, se transforma en una mariposa. Y, como si fuera un hechizo, todas las hojas del árbol se convierten en mariposas de colores brillantes y vibrantes, danzando alrededor de mí en un desfile mágico.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro mientras las mariposas giran y revolotean a mi alrededor. Todavía sostengo una en mi mano, aquella que momentos antes fue una hoja verde, ahora transformada en un ser alado.
Contemplo la mariposa que reposa suavemente en mi mano, de un hermoso color morado que brilla bajo la luz del sol. Siento que, al igual que yo, percibe mi mirada y, como si quisiera lucirse, mueve sus alas con una delicadeza encantadora.
Levanto mi mano, dándole a entender que es hora de volar, y en ese instante, se desprende de mi palma, comenzando a batir sus alas en un vuelo lleno de gracia, seguida por el resto de las mariposas que revolotean a mi alrededor.
Miro la pradera, que antes parecía solitaria, ahora transformada en un lugar mágico, adornado por esos hermosos insectos alados que danzan por todo su extenso campo.
Los grandes espejos a los lados reflejan las mariposas, multiplicándolas, haciendo que parezcan infinitas, y la pradera, antes tan vasta, se expande aún más en el reflejo, como si se desbordara hacia un horizonte sin fin.
Adita...
Escucho mi nombre, pero esta vez la voz proviene de detrás de mí.
Me doy vuelta, pero no encuentro a nadie.
Con una sensación de inquietud, decido adentrarme más en el misterio de aquel árbol, acercándome hasta su gran tronco, sintiendo que algo en su presencia me llama.
Al no volver a escuchar aquella voz, decido recostarme contra el tronco del árbol, dejándome envolver por la serenidad del momento.
Mi mirada se desplaza por el entorno, absorbiendo cada detalle, y es entonces cuando la mariposa morada se posa suavemente sobre mis piernas.
Es tan hermosa que parece emitir un resplandor propio, como si sus alas estuvieran tejidas con hilos de luz que brillan intensamente, haciendo que mi vista se pierda en su destello, cautivándome por completo.
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–No entiendo cómo es que no te da dolor de estómago con esas combinaciones de comida – comenta mi madre al entrar en la cocina.
–No sabe mal, en mi otra vida seguro fui chef. Encuentro deliciosas combinaciones que a simple vista no parecen tan apetitosas.
–Para nada – responde ella, mientras observa lo que hay en mi plato con una pequeña mueca de desagrado.
Miro el plato y no puedo evitar sonreír. Para mí, es un manjar.
¿Y cuál es ese manjar perfecto para el desayuno? Algo sencillo, pero delicioso.
Una tortilla de maíz, calentita, con un toque de mantequilla derretida encima, seguida de una mezcla de salsa de tomate y mayonesa, que la cubre por completo, y finalmente, lo más importante...
– Una loncha de jamón de pollo, con todo el queso blanco derretido por encima – digo en voz alta, mientras observo cómo el queso se funde perfectamente sobre la tortilla.
Me giro para colocarla cuidadosamente en el plato, sobre la tortilla aún caliente.
– Manjar listo – menciono, sonriendo satisfecha al ver mi obra maestra terminada.
– ¿Quieres? – le pregunto con una sonrisa burlona, sabiendo perfectamente cuál será su respuesta.
– Gracias, pero paso – responde mientras empieza a buscar algo en la nevera, probablemente para preparar su desayuno.
– Tú te lo pierdes – me encojo de hombros, tomando mi plato mientras salgo de la cocina.
Me dirijo a la amplia sala, buscando el lugar perfecto para acomodarme y disfrutar de mi desayuno mientras enciendo el televisor.
La canción que siempre suena al inicio de cada episodio de mi caricatura favorita, Paddington, comienza a sonar.
Quizás algunos dirán que, a mis dieciséis años, ya soy demasiado grande para ver caricaturas infantiles.
Pero nunca nos dijeron que la edad no tiene poder sobre lo que nos hace felices, porque los recuerdos, las emociones y las lecciones que vivimos no tienen una fecha de expiración.
Y sin importar las opiniones ajenas, si mi alegría proviene de ver Paddington, seguiré viéndolo.
Porque ser feliz es mucho más valioso que intentar encajar en una sociedad...