Para Mark, era difícil distinguir el azul que todos decían ver del firmamento, plagado de puntos blanquecinos y rutilantes.
Como nació con una discapacidad visual, que impedía ver los colores, y por consiguiente, era sensible a la luz, no era extraño para él.
Sin embargo, era un hecho que lo ataba a su pasado. El cual quería olvidar, algo imposible, tuvo que reconocer a los veinticuatro años, en una soledad pesada que, de vez en cuando, lo hacía añorar los pequeños minutos de felicidad que podía contar con los dedos de la mano, y estaban reflejados en su niñez.
Una infancia tan difícil, que a muchos lo hubiera vuelto loco, si no es que él se consideraba, en secreto, parte de ese reducido grupo de una sociedad que se proclamaba normal.
Después de todo, ser hijo de su abuelo, presenciar desde muy temprana edad la violencia, el abuso y la violación, como la cruda muerte de sus progenitores a los trece años, pudo alterar la vulnerabilidad mental del niño.
Quizás las pericias tras la tragedia no mostraron secuela alguna; no obstante, Mark, ya adulto e inquilino de un mono ambiente, distinguía que su latente sufrimiento, remordimientos y hasta su incapacidad de vivir, como cualquier otro ciudadano más, estaba relacionado con ese lejano ayer.
Muchos podrían envidiar su independencia, pero estaba seguro de que ninguno, era capaz de desvelar el trasfondo de su actualidad.
No se quejaba de sus pequeños logros. Más allá de su problema visual, y de pasar el resto de su adolescencia en un orfanato, se egresó de la preparatoria, y hasta estudiaba en la universidad a larga distancia, ya que le era más fácil de esa manera. Y no menos importante, tenía un trabajo como sereno, del cual podía sustentarse.
Lo que no quitaba, el dolor que implicaba mantenerse vivo. Porque, la muerte de su madre, era la carga que creía jamás poder soltar.
—Era yo el que tuvo que irse junto a ese infeliz —murmuró con rabia, enfrente de la ventana—. ¿Por qué?
Se preguntó en el silencio de la habitación, y el ardor de sus lágrimas que empapaban sus mejillas, mientras las estrellas perdían la figura circular, para volverse nubarrones como los pocos recuerdos felices que tenía junto a su difunta madre.
—¿Por qué tuviste que interferir? —sollozo, con la mano izquierda que cubría sus ojos— ¿Por qué no te quedaste y eras feliz por los dos? ¿Por qué, mamá?