Mary, la muñeca de trapo

2

Dudó. Luego, con dificultad, abrió los ojos.

Carmen se encontró con un cielo diferente, en cualquier aspecto, al que recordaba: era de un celeste brillante y no se veían más que unas solitarias nubes blancas en él. Oía el rugido del motor del auto, como si proviniera de muy lejos, y el canto de las aves agitándose en los árboles de donde, a medida que iban quedando atrás, huían despavoridas como espantadas por el diablo.

Ella bajó la ventanilla izquierda y asomó la rubia cabellera con la intensión de que el aire fresco aplacara su malestar; y también, si era posible, se llevara lejos, muy lejos, los recuerdos de los últimos meses.

Sintió cómo el auto se resbalaba al pasar la última curva hacia la derecha, revestida con hielo, y eso le produjo una sensación de vértigo. Como había pasado durante el viaje cada dos horas aproximadamente, las piernas iban a quedársele dormidas una bajo el peso de la otra en aquel espacio reducido y saturado con maletas, mientras los saltos que daba el vehículo en la calle de tierra avivaban el calambre que le agarrotaba los dedos de los pies y la hacía sentir mareada. Carmen intentó encontrar una posición más cómoda. Fue en vano. No tenía espacio para moverse con total libertad, y no pensaba volver a desacomodar el equipaje.

De repente la muchacha sintió que el auto ascendía al mismo tiempo que perdía velocidad; era la primera señal, y significaba que pronto llegarían a su nuevo hogar.

Eran muchas las ocasiones en las cuales había intentado imaginarse cómo sería la casa. No obstante, como todo niño sabía que con eso solo lograría alimentar su ansiedad y que, en realidad, no había de qué preocuparse. Además, no era necesario hacerlo, pues llegarían tarde o temprano.

Carmen agudizó la vista y vio al final de ese camino una antigua casa de tonos rojizos y marrones. La rodeaban verjas oscuras que se extendían hasta perderse de vista. Un portillo gótico cerrado con candado les daba la bienvenida.

“¿Esta es la casa?”, se preguntó, ansiosa y un poco asustada.

Harry, su padre, bajó del auto y abrió el portón; este se deslizó con un chirrido escalofriante e impactó con la verja, quedando ambas alas oscilando con una frecuencia aguda. A Carmen le pareció una escena característica de una película de terror.

Una vez adentro aparcaron a casi medio kilómetro de un camino de piedras sondeado por arbustos llenos de nieve.

Carmen se deslizó fuera del asiento trasero, agradecida por poder estirar el cuerpo. Al salir se quedó unos instantes junto al coche, frotándose las rodillas adoloridas y estudiando los alrededores de su nuevo hogar. Era mucho más grande de lo que había esperado, y se imaginó que en aquel patio podría haber vivido un sinfín de aventuras: en una llanura inmensa con una casona que se alzaba rodeada de variedad de árboles marrones y blancos, la mayoría deshojados, y un manto ario de varios centímetros que no llegaba a cubrir por completo el verde brillante del jardín.

La niña oyó el llamado de su padre. No podía verlo, pero supo que debía tomar lo que fuera capaz de cargar en sus delgados brazos y ponerse en marcha. Padre e hija se encontraron en la entrada y, juntos, entraron en la casa.

Pasaron de largo por el cuarto de entrada. Era pequeño y tenía dos puertas, una que daba al exterior y otra al interior; lo único que había en él era un perchero de tres ganchos en el extremo superior. Luego atravesaron otra puerta y entraron en una sala también de aspecto gótico. De las paredes color crema pendían cuadros con fotografías horribles, adornos pasados de moda y lámparas de fuego. En torno a una chimenea, que se encontraba apagada, había tres sofás en forma de media luna; y en el polo opuesto al hogar de piedra destacaba un piano de cola y su correspondiente banquillo, con un cojín rojo. Estaba cerrado y, sobre la tapa, había una llave dorada.

La niña, cuya atención había sido captada en su totalidad por la belleza del instrumento, posó su mirada en cada cosa extravagante y nueva que hubiera en la sala. Se encontró con rinconeras y vasijas, algunas de colores claros y otras de colores oscuros. Otras tenían una mezcla de los dos y formaban relieves contrastantes. No había una sola pared plana, porque por todos lados la madera había sido cincelada hacia adentro para crear realces significativos. Sentía que había viajado en el tiempo y que la casa pertenecía a una época antigua, aunque no tanto. Incluso olía a viejo, pero un viejo perfumado.   

Carmen se sobresaltó al oír unos golpes a pocos metros. Harry había dejado caer las maletas al suelo y se frotaba las muñecas con aspecto nervioso, y no pudo evitar decir una palabrota.

Carmen no dijo nada. Lo ignoró como una buena niña que no contesta a su padre, porque eso era ella. ¿Verdad? Una buena niña. Una niña que no había hecho un escándalo cuando Harry le dijo que su madre y sus dos hermanos mayores se habían ido de viaje.

Ella lo recordaba.

Harry le dijo que volverían a ser una familia de verdad, pero Carmen no era ninguna tonta. Por más que su pelo corto tan fino como los cabellos de ángel, y sus ojos claros y temblorosos como reflejos en un charco de lluvia, pusieran en evidencia su corta edad, ella sabía la verdad. Su familia no iba a regresar porque ellos estaban muertos; y Carmen y Harry tenían suerte de seguir vivos.

Por eso, aunque en su interior ella lloraba y deseaba correr a su habitación, encerrarse y descargar esa masa de sentimientos aprehendidos, se quedó ahí, estática, como una buena niña.




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