Siempre me han dicho que nací justo cuando cayó la tormenta más densa de lluvia ácida en dos décadas. No fue un mal presagio. Fue una advertencia.
Desde que tengo memoria, el mundo ha estado dividido por un muro invisible, alto como los cielos, que no es de metal ni de piedra, sino de miedo. Lo llaman la barrera de contención atmosférica. Una línea sagrada. Inquebrantable. Un límite que no puedes cruzar sin una máscara de presión y el permiso del Consejo. Porque al otro lado... no hay oxígeno. Solo muerte. O algo parecido.
La barrera nos protege. Eso dicen.
Pero también nos encierra.
Vivimos en Citadel VII, una de las siete grandes ciudades protegidas que quedan en pie. Se alzan como fortalezas verticales en medio del páramo oxidado que una vez fue mundo. Pero no un mundo de ahora, uno normal, aun que nadie salvo el consejo sabe como era la vida antes. Todo aquí es compartimentado, vigilado, clasificado. Nadie es libre. Nadie decide. Al menos no hasta los dieciocho.
Hoy es mi cumpleaños.
Y hoy me toca elegir en qué serviré el resto de mi vida.
Dentro de Citadel, los trabajos no son profesiones: son engranajes. Eres mecánico, agricultor de subsuelo, operario de reciclaje, técnico de filtración, gestor de datos, partero... o soldado. Cada función es vital. Eso dicen. Pero todas tienen algo en común: sirven a la Gran Fracción.
La Fracción no es un gobierno. No hay presidentes, ni votos. Solo órdenes.
Desde los techos de mi complejo puedo ver las columnas de vapor que suben del sistema de purificación. Los anuncios flotan en drones que zumban como moscas: "Sirve con honor. Vive por la Fracción. Muere por el núcleo." No sé cuántos de nosotros aún creemos en eso. Pero lo repetimos. Por costumbre. Por miedo.
O por no tener otra cosa.
Yo tengo algo más. Una pregunta.
¿Qué hay más allá de la barrera?
Mi madre la cruzó hace trece años. Nunca volvió.
Mi padre dice que fue una desertora. Que eligió morir allí afuera con los locos, los deformados, los sin alma. Yo no le creo. No porque la amara —la recuerdo poco— sino porque en sus ojos vi algo el día antes de irse. No era miedo. Era certeza.
Desde entonces he sentido que algo me impulsa hacia fuera. Como si el mundo más allá del cristal fuera un espejo roto en el que tengo que mirarme. Por eso nunca quise ser operaria, ni técnico, ni partera.
Yo quiero entrar en la División Umbra.
La única unidad de la Fracción que tiene permiso para cruzar la barrera.
Ellos patrullan las zonas contaminadas, estudian los restos de las ciudades muertas, buscan sobrevivientes, artefactos, pistas. Algunos dicen que también eliminan amenazas... y secretos.
Lo que no dicen es que la lluvia ácida solía tener forma humana.
Eso lo descubrí por accidente. Una vieja grabación de archivo, guardada mal en la base de datos donde estudié de niña. Figuras moviéndose entre la niebla, llorando sin voz. Cuerpos que se arrastraban como si recordaran haber sido algo más. No monstruos. No mutantes. Personas. Aún que no eran las personas que una vez fueron.
¿Qué pasó con ellos?
¿Por qué la Fracción nunca lo explica?
Realmente nos planteamos muchas veces si nosotros somos personas como años atrás. Al menos yo si.
Hoy cruzaré la primera puerta. Me asignarán a una unidad, si tengo suerte. O me rechazarán y me enviarán al reciclaje urbano. No me importa.
Lo único que me importa es salir de esta ciudad perfecta.
Y encontrar lo que dejaron enterrado del otro lado del mundo.
Porque si hay algo que he aprendido, es esto:
La verdad no vive dentro de las murallas. Está afuera. Esperando a que alguien tenga el valor de sangrar por ella.
Y yo ya estoy lista.
El edificio de la División Umbra no se parece a nada que haya visto antes. Ni vidrio, ni acero pulido, ni pantallas holográficas como en las zonas centrales de la ciudad. No. Aquí todo es concreto áspero, tornillos oxidados y luces que parpadean como si también dudaran de su propósito.
Huele a desinfectante, a polvo antiguo... y a miedo contenido.
—Aileen Vareen —dice una voz automática—. Registro confirmado.
—Aquí —respondo, casi sin aliento.
Mi padre está a mi lado. Callado. Nunca habla mucho. Pero hoy, menos. Viste su uniforme gris del cuerpo administrativo. Lleva un bloc digital entre las manos, con los documentos que debo firmar. Ni siquiera me mira.
—Estás segura de esto —dice, sin levantar la cabeza.
No es una pregunta. Es un lamento.
—Más que nunca —respondo.
No le digo que llevo años soñando con este momento. No le digo que todo mi cuerpo tiembla, no por miedo, sino por vértigo. Como si por fin estuviera al borde de un abismo al que siempre quise saltar.
Me extiende el bloc. Pulso mi huella en la pantalla. Una, dos, tres veces. Cada firma digital autoriza algo:
✦ Renuncia a asignación civil.
✦ Cesión de derechos familiares.
✦ Ingreso voluntario en unidad de riesgo extremo.
Cuando terminó, el sistema emite un pitido suave. Un documento se autodestruye en humo fino. El resto se almacena en mi archivo personal.
Ya no soy civil.
Ahora seré parte de Umbra.
Nos hacen pasar a una sala sin ventanas. Una mujer alta, de rostro impenetrable y cabeza rapada, nos espera junto a una mesa de metal. Lleva el símbolo de la División en el brazo: un círculo partido en tres, con una línea vertical cruzando el centro. Representa lo mismo que todo aquí: fragmentación, control, vigilancia.
—Teniente Yura, encargada de los nuevos ingresos. —Su voz no deja espacio para réplica—. Tú eres la única este trimestre.
La única.
Me trago la saliva. No sabía que sería la única recluta aceptada.
—Te asignaremos equipo estándar, máscara de oxígeno clase 4, traje de presión, y un módulo básico de comunicación táctico. No intentes modificarlo. No puedes. No debes. —Hace una pausa breve—. ¿Alguna pregunta?