18- Ruido en el silencio.
Punto de vista de Kai
El problema de levantar muros es que, a veces, la gente empieza a treparlos.
Y Hina lo hizo.
La vi venir. Su silueta temblorosa, determinada. Podría haberme ido. Podría haberla ignorado por completo. Pero me quedé. Por orgullo, tal vez. O porque parte de mí necesitaba comprobar si aún tenía ese poder de desarmarme con una sola mirada.
No supe qué decir cuando se paró frente a mí. No supe cómo decir nada sin romperme.
Así que fui cruel.
Frío.
Indiferente.
Usé esa versión de mí que tanto detesto. La que aprendí a construir cuando descubrí que sentir demasiado era igual a sangrar frente a lobos.
Vi sus labios moverse. Su voz trémula. Sus ojos suplicando algo que no sabía cómo darle.
Y aún así, no hice nada.
No porque no me importara.
Sino porque me importaba demasiado.
Y eso me aterraba.
Cuando empezó a hablar, cada palabra me atravesó. Cada reproche, cada herida disfrazada de verdad, se me clavó como puñales. Sentí la sangre arder bajo la piel, pero me mantuve firme, como si no me afectara.
Pero me afectaba.
Maldita sea, me afectaba como nunca antes algo me había afectado.
Quise decirle que no era ella. Que era yo. Que me estoy cayendo a pedazos y no quiero arrastrarla conmigo. Que este silencio no es por falta de sentimientos, sino por exceso de miedo. Que estoy acostumbrado a que todos se vayan, y por eso empujo antes de que me dejen.
Pero no lo hice.
No tuve el valor.
Solo la vi alejarse. Paso a paso. Sosteniéndose con una dignidad que me rompió más que cualquier grito.
Y cuando desapareció tras la esquina del muro, el mundo volvió a sonar. Las voces de mis amigos, los ruidos del recreo, el murmullo lejano de una canción mal puesta en algún altavoz del patio. Todo volvió...
...menos ella.
Porque Hina se había ido llevándose mi calma.
Mis amigos hicieron algún comentario estúpido, pero ya no escuchaba. Me sentía como un maldito cobarde. Como alguien que tuvo el valor de herir, pero no el de sanar.
Me quedé ahí, solo, entre risas que ya no me hacían gracia.
Con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que me iba a romper por dentro.
Y por primera vez en mucho tiempo, tuve miedo de estar realmente solo.
No porque nadie me acompañara…
Sino porque tal vez ella ya no lo haría.
Me fui del grupo sin decir nada.
Uno de ellos me preguntó si estaba bien. Respondí con un encogimiento de hombros que no decía nada y lo decía todo.
No sabía hacia dónde iba. Mis pies se movían solos, buscando algún lugar donde poder pensar. Respirar. Escapar.
Terminé en el pasillo del tercer piso, ese que casi nadie usaba. Me apoyé contra la pared, y por primera vez en semanas, bajé la guardia.
Me cubrí la cara con las manos.
No lloré. Aún no.
Pero sentí un hueco en el pecho. Un eco. Un “te estás equivocando” que sonaba una y otra vez en mi cabeza.
Lo que me dijo Hina no me dejó indiferente. No podía.
¿Quién más me hablaba así?
¿Quién más tenía el coraje de quedarse cuando yo ya estaba levantando todos mis muros?
Recordé la forma en que me miró. No con rencor. Ni siquiera con rabia.
Con dolor.
Con ese tipo de dolor que viene del amor no dicho. De la frustración de no poder alcanzar a alguien que sí quiere quedarse.
Y ahí fue cuando lo entendí.
No la estaba alejando porque no me importara. La estaba alejando porque me importa tanto que me asusta.
Me da miedo no estar a la altura. Miedo a que vea lo roto que estoy y decida que no vale la pena.
Miedo a convertirme en el caos que tanto luché por controlar.
Miedo a que ella sea luz, y yo solo sombra.
Volví a mirarla en mi mente, parada ahí frente a todos, temblando pero firme. Con los ojos vidriosos, pero con la voz decidida.
“Solo quería saber si aún valía la pena esperarte.”
Maldita sea, Hina…
No deberías tener que esperarme.
Yo debería estar corriendo hacia ti.
Saqué el móvil del bolsillo. Abrí su chat.
Ni siquiera sabía qué escribir.
Tenía cientos de palabras en la garganta, y ninguna servía.
Tantas cosas que decir, y todas parecían cobardes si no las decía mirándola a los ojos.
Pero tampoco podía quedarme sin hacer nada.
No otra vez.
Tecleé algo. Borré. Volví a teclear.
“¿Podemos hablar después de clases?”
Lo envié. Me quedé mirando la pantalla.
Nada.
Doble check. Pero sin leer.
Tal vez me odia.
Tal vez no me responderá nunca.
Tal vez ya me perdió la fe.