Más allá del lienzo

Capítulo 1

A veces siento que mis dibujos son más sinceros que yo misma. En ellos expreso aquello que las palabras no alcanzan: mis emociones, los colores de mi ánimo, los pensamientos que se esconden tras un muro de silencio. Pero, sobre todo, dibujo lo que dicta esa voz invisible, esa que no habla con palabras sino con impulsos que guían mis manos.

Aquella tarde, en mi escritorio, con el lápiz entre los dedos, el mundo desapareció. Era solo yo, el papel y el trazo que crecía. Dibujar era como un pequeño exilio voluntario de la realidad. Mi mente viajaba a un rincón que tomaba forma bajo la punta del lápiz: un lugar lleno de árboles majestuosos, flores vibrantes, un cielo resplandeciente y un sol tan cálido que casi podía sentirlo.

—Es perfecto… —murmuré para mí, casi como si no quisiera romper la magia que me envolvía.

Era un rincón ideal, un refugio. Por un momento deseé quedarme ahí, lejos de las cosas que a veces me pesaban. Pero la realidad siempre tiene prisa, y sabía que no podía quedarme mucho tiempo.

Con un último trazo, terminé el dibujo que había trabajado por meses y me aparté para mirarlo. Entonces noté algo extraño. Entre los árboles y las flores, una figura emergía. Entrecerré los ojos, intentando descifrarla. Al principio era solo un juego de sombras, un esbozo impreciso, pero pronto cobró vida ante mis ojos: un joven.

—¿Yo lo dibujé? —me pregunté, sin esperar respuesta, mientras me inclinaba hacia el papel.

El rostro que había dibujado era inquietantemente perfecto. Sus rasgos eran suaves, armónicos. Y sus ojos… profundos, de un marrón que parecía observarme directamente desde el papel. Me estremecí al darme cuenta de que su sonrisa —ligera, apenas insinuada— tenía algo familiar, como si ese extraño supiera algo que yo no.

—¿Por qué te he dibujado así? —cuestioné en voz baja. Pero cuanto más lo miraba, más extraño se volvía el dibujo. Era como si no fuera yo quien lo había creado, como si algo en mi mano hubiera cobrado voluntad propia.

De repente, mi pecho se llenó de una mezcla de fascinación y desconcierto. Era solo un dibujo, pero algo en su mirada, en esos ojos que yo había creado, hacía que mi corazón latiera como si estuviera frente a alguien real.

—Esto es ridículo… —murmuré, apartando el papel con brusquedad, tratando de convencerme de que esta fascinación por el arte, a veces me envolvía tanto que, verlo plasmado en papel provocaba sensaciones tan intensas como las que experimenté hoy.

Me levanté, apagué la luz y me tumbé en la cama, cerrando los ojos con fuerza.

Sin embargo, incluso en la oscuridad, su imagen seguía allí, nítida como si no estuviera confinada al papel. No recordaba el momento exacto en que decidí pintarlo, por más que lo intentara. ¿Realmente lo dibujé yo?

Dios. Era una idea absurda, lo sabía, pero algo en mi interior susurraba una posibilidad que me aterraba. No, yo no lo dibujé. Fue él quien decidió aparecer.




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