La rosa permaneció en mis manos, su perfume delicado envolviendo mis sentidos, como si intentara transmitirme un mensaje que no alcanzaba a comprender. Connor se mantuvo en silencio, respetando mi espacio mientras yo luchaba por descifrar qué significaba todo aquello. Finalmente, me levanté, respirando profundo, como si el aire pudiera darme alguna claridad.
—Entonces, si puedo crear cosas, puedo crear una salida.
Me aferré a la idea como si fuera un salvavidas, la única cosa que me mantenía a flote en aquel mar de confusión.
Lo intentaría todo, incluso si mis pensamientos no tenían sentido en ese momento. Me mentalicé en salir de aquel lugar, convenciéndome de que todo era un sueño, que al día siguiente despertaría y todo volvería a la normalidad: mis días rutinarios en la universidad, mis amigos, mis padres. Creía firmemente que estaba atrapada en una especie de pesadilla, pero también estaba segura de que en cualquier momento despertaría.
Connor inclinó la cabeza, curioso, como si estuviera esperando a que yo diera el siguiente paso.
—¿Por qué no lo intentas?
—Lo haré. Será como la flor, no será tan difícil —dije con determinación mientras cerraba los ojos. Necesitaba enfocarme en los detalles. Inspiré y comencé a visualizar: la puerta era rectangular, blanca, con un picaporte de metal. Estaba ahí, esperándome para salir de aquel lugar.
Apreté los párpados con fuerza, llenándome de esperanza. Mi corazón latía con anticipación; en unos minutos estaría en casa. Un momento después, me atreví a abrir los ojos, despacio, con cautela.
Ahí estaba. Justo frente a mí, tal como la había imaginado: la puerta, blanca y pulida, esperando a que la cruzara. Mi pecho se llenó de emoción, y di un pequeño salto.
—¡Lo hice! ¡Lo hice!
Connor me observó, con esa media sonrisa que siempre me daba la sensación de que sabía algo que yo no. Me giré hacia él, aun vibrando de alegría.
—Fue un gusto conocerte, Connor, pero es hora de irme —dije, levantando la mano para despedirme.
Avancé hacia la puerta con pasos decididos. Mi mano se posó en el picaporte, y antes de girarlo, miré una última vez hacia atrás.
—Buena suerte. Adiós.
Con una sonrisa que no podía contener, giré el picaporte y empujé la puerta, lista para atravesarla. Pero al cruzarla, algo no cuadraba.
El aire era el mismo. La luz, idéntica. Miré a mi alrededor y sentí un nudo en el estómago. No había cambiado nada. Estaba exactamente en el mismo lugar.
La puerta… solo era una puerta. Una completamente normal.
Mi entusiasmo se desvaneció. Solté un suspiro, sin atreverme a mirar a Connor. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué no funcionó?
Con un suspiro pesado, caminé de regreso hacia donde estaba Connor. Cada paso que daba se sentía más lento, como si el suelo se hubiera vuelto viscoso. Cuando llegué a su lado, lo miré de reojo, evitando su expresión. El calor de la vergüenza me subió al rostro.
—Pues… volviendo a lo que me preguntaste antes, no tengo idea de cómo hacerlo —admití, con un tono que mezclaba frustración y derrota—. ¿Qué se supone que haga? Lo viste, lo intenté, pero no me llevó a ninguna parte.
Me observó en silencio por un momento, inclinando ligeramente la cabeza, como si evaluara mis palabras. Después, una chispa de inspiración pareció cruzar por sus ojos.
—Tal vez no sea cuestión de imaginarla —dijo con calma—. Quizás debas crearla. Podrías dibujar la salida.
Lo miré incrédula, arqueando una ceja.
—¿Dibujarla? —repetí—. Connor, ni siquiera tengo un maldito lápiz. Y mucho menos un pedazo de papel.
Él se encogió de hombros con una sonrisa tranquila que, en lugar de calmarme, me hizo sentir que me estaba perdiendo algo obvio. Connor dio un paso hacia mí, tranquilo, como si cada movimiento suyo llevara una lección implícita.
—La rosa apareció porque la imaginaste, porque la necesitabas. Lo mismo ocurrió con este banco —señaló el banco en el que estábamos sentados— y la puerta. Todo esto responde a ti, Aria. Solo tienes que confiar en que las herramientas llegarán.
Lo miré fijamente, tratando de discernir si me estaba tomando el pelo, pero su expresión era seria, casi paciente, como si ya supiera lo que iba a pasar. Decidí intentarlo nuevamente. Después de todo, no tenía nada que perder, salvo mi cordura, y esa ya parecía estar en juego.
Cerré los ojos. Podía sentir el frío del aire a mi alrededor, el leve crujir de algo desconocido bajo mis pies. Intenté concentrarme en una imagen: un cuaderno y un lápiz. Algo sencillo, práctico. Imaginé la textura del papel, el peso del lápiz en mi mano, la suavidad con la que debería deslizarse sobre la página.
Cuando abrí los ojos. Frente a mí, en el banco, había un cuaderno de tapas duras y un lápiz perfectamente afilado. Extendí la mano con cuidado, como si temiera que al tocarlo se desvaneciera. Pero no lo hizo. Estaba allí. Aun no puedo creer todo lo irreal que es este lugar.
—Lo lograste —dijo Connor, una sonrisa de aprobación curvando sus labios.
Apreté el lápiz entre los dedos, sintiendo la madera cálida y extrañamente reconfortante. Abrí el cuaderno y miré la página en blanco. Por primera vez en estos segundos, una chispa de esperanza encendió algo dentro de mí.
—De acuerdo —dije, ignorando el temblor en mi voz—. ¿Y ahora qué?
—Ahora, dibuja lo que necesitas. No pienses demasiado, solo deja que fluya.
Me observó con una intensidad que no esperaba. Mi duda parecía delatarme, pero me animó a continuar.
—Tienes mucho talento, Aria. Tus dibujos no solo son buenos, son poderosos.
Lo miré, sorprendida.
—Eres la segunda persona que me dice eso —murmuré, más para mí misma que para él.
Arqueó una ceja, curioso.
—¿Quién fue la primera?
—Mi abuela —dije, apretando el cuaderno contra mi pecho—. Ella siempre decía que tenía un don, que mi arte podía cambiar cosas. Pero nadie más lo veía así. Los demás… —solté una risa amarga— siempre decían que estaba perdiendo el tiempo, que debería hacer algo "útil".