Me desperté temprano, mucho antes de que la luz del sol comenzara a pintar el horizonte con sus tonos dorados. Había tomado una decisión durante la noche: esta vez sería yo quien preparara el desayuno. Durante las últimas semanas, Connor había asumido esa tarea sin siquiera preguntar, y se había convertido en una especie de rutina compartir la primera comida del día mientras conversábamos y pensabamos en las formas de salir de aquí. Esos momentos, aunque simples, siempre resultaban agradables, como pequeños destellos de normalidad en medio de todo lo que nos rodeaba.
Con cuidado, bajé las escaleras, intentando no hacer ruido. La cabaña estaba en silencio, y una calma casi palpable llenaba el aire. Me dirigí a la cocina y comencé a reunir los ingredientes que había visto usar a Connor antes. Un poco de harina, huevos, frutas y algo de miel. No tenía claro qué iba a preparar exactamente, pero me dejé llevar por el impulso, como si mis manos supieran lo que hacían incluso cuando mi mente dudaba.
El aroma del panqueque dorándose en la sartén pronto llenó el espacio. Corté algunas frutas frescas y las coloqué en un plato, junto con la miel y un poco de yogurt que había sobrado. Añadí nueces por encima para darle un toque especial. Finalmente, coloqué todo en la mesa, incluyendo un par de tazas con té caliente, y me detuve para admirar mi obra. Tal vez no era un festín digno de un chef, pero tenía la esperanza de que a Connor le gustara. Mientras terminaba de arreglar los detalles, escuché el crujido de los escalones. Sus pasos eran inconfundibles, y una mezcla de nervios y emoción se apoderó de mí. Cuando Connor apareció en el umbral de la cocina, sus ojos se abrieron un poco más de lo habitual, claramente sorprendido.
—¿Qué es esto? —preguntó con una sonrisa que no pudo ocultar.
—El desayuno —anuncié, intentando sonar casual mientras señalaba la mesa—. Hoy pensé que sería mi turno de sorprenderte.
Se acercó lentamente, como si no terminara de creer lo que veía. Se sentó frente a la mesa y examinó cada plato con una mezcla de curiosidad y emoción.
—Esto... es increíble, Aria. Creo que nadie me había hecho un desayuno antes. Al menos no que yo recuerde. —Sus palabras tenían un tono sincero, casi vulnerable, que me hizo sonreír.
—Bueno, ya era hora de que lo hiciera para ti. Espero que te guste.
Me senté frente a él, observándolo mientras tomaba el primer bocado. Cerró los ojos por un momento, dejando que el sabor lo envolviera antes de hablar.
—Está delicioso. De verdad, Aria. Esto es... perfecto. Gracias.
Sentí un calor agradable en mi pecho mientras lo veía disfrutar de la comida. Pronto comenzamos a charlar, retomando esa costumbre de llenar las mañanas con conversaciones ligeras. Hablamos de los lugares que habíamos explorado, de las cosas que extrañaba y, por supuesto, de mis intentos en la cocina.
—Tengo que admitir que estabas subestimando tus habilidades culinarias —admitió con una sonrisa mientras tomaba otro bocado de panqueque—. Creo que has subido el estándar del desayuno.
Sonreí ante su comentario, pero intenté mantener la compostura. No quería que notara cuánto significaban para mí sus palabras. Lo cierto era que, desde que habíamos llegado a esta cabaña, Connor había sido el ancla que me mantenía a flote. Su forma tranquila de lidiar con lo desconocido, de encontrar belleza incluso en los momentos más oscuros, era algo que yo admiraba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Subir el estándar siempre fue parte del plan, claro —una sonrisa juguetona se dibujó en mis labios mientras tomaba un sorbo de té—. Aunque ahora la presión está en ti para igualar esto mañana.
Dejó su tenedor en el plato y me miró, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—¿Eso crees? —preguntó con una ceja alzada, fingiendo un desafío.
—Totalmente. —Lo miré con seriedad exagerada—. Si no estás a la altura, me veré obligada a recordarte este desayuno cada vez que lo intentes.
Connor soltó una carcajada, una de esas que llenaba el lugar alejando cualquier rastro de tensión que pudiera haber en el ambiente. Era contagiosa. Antes de darme cuenta, yo también estaba riendo, dejando que la calidez del momento me envolviera por completo. Obviamente Connor era mucho mejor cocinero que yo.
—Bueno, creo que subestimé tu capacidad de amenaza. —tomó otro bocado de panqueque y señaló con el tenedor—. Pero acepto el reto. No te sorprendas si mañana hay un banquete digno de una reina.
—Lo espero con ansias.
Me apoyé en la mesa, sosteniendo la taza con ambas manos, disfrutando de cómo el calor me rozaba los dedos.
Por un rato, nos quedamos en silencio. No era incómodo, más bien todo lo contrario. Había algo reconfortante en poder estar con él sin necesidad de llenar cada espacio con palabras. Los sonidos suaves de la cabaña, el crepitar de la madera bajo el viento y el murmullo de nuestras tazas al dejarse sobre la mesa, se encargaban del resto.
Habían pasado semanas desde que Connor y yo habíamos llegado aquí. Seguíamos intentando encontrar el camino, pero lo cierto es que no habíamos hecho grandes avances. Nos habíamos acostumbrado a este ritmo extraño, un equilibrio entre explorar lo desconocido y convivir en esta especie de limbo.
Durante este tiempo, aprendí mucho más sobre él; su paciencia, su forma tranquila de enfrentar los problemas, y cómo siempre estaba atento a lo que yo pudiera necesitar. A pesar de todo, no podía evitar sentirme frustrada. Tanto tiempo y nada había cambiado.
¿Cómo era posible que no hubiéramos encontrado ni una sola pista sobre cómo salir de aquí?
Esa mañana, mientras desayunábamos, decidí compartir una idea que había estado rondando en mi cabeza.
—Connor, creo que intentaré pintar un poco más hoy —le dije mientras movía mi tenedor sobre los restos de los panqueques que había preparado.
Levantó la vista con una sonrisa cálida, esa que siempre lograba tranquilizarme.