Al día siguiente, Connor y yo decidimos quedarnos en casa. No había planes, ni necesidad de salir. Simplemente estar juntos era suficiente. Pasamos horas en una tranquilidad que rara vez encontrábamos en medio del caos de nuestra vida. Cada pequeño momento que compartíamos, era tan importante para mí. Nuestras miradas se cruzaban con una frecuencia que no podía ser casual, y cada vez que sucedía, una sonrisa brotaba en nuestros rostros sin necesidad de forzarla.
Nuestras manos se rozaban al pasar, como si buscaran confirmar que el otro seguía ahí, cerca, real. No necesitábamos palabras; todo lo que sentíamos se transmitía en esos gestos fugaces, en esas miradas que parecían contener más de lo que cualquier frase podría expresar. Era como si ya supiéramos, sin decirlo, que estábamos juntos de una manera que iba más allá de lo comprensible.
La tarde avanzó con una calma que me envolvió como una manta suave. En algún momento, el cansancio comenzó a apoderarse de mí. Mis párpados pesaban, y el sueño me venció sin resistencia. Me recosté, dejándome llevar por la sensación de seguridad. Cerré los ojos y me abandoné a la calma del momento.
Pero esa paz no duró mucho.
Caí en un sueño inquietante, una pesadilla que me envolvió en segundos.
Todo a mi alrededor era oscuridad, un vacío frío y opresivo que parecía succionar cualquier rastro de luz. De repente, escuché la voz de Connor a lo lejos, como un eco distante. Lo llamé, pero mi voz se perdía en la nada, ahogada por la inmensidad de aquel lugar.
Lo vi entonces, su figura desdibujándose entre las sombras, demasiado lejos para alcanzarlo. Intenté correr hacia él, pero mis piernas no respondían, como si estuvieran atrapadas en el suelo. Él gritó mi nombre, su voz llena de desesperación, pero no podía hacer nada para acortar la distancia que nos separaba. Estiraba mis manos, tratando de tocarlo, pero cada vez se alejaba más, como si algo nos empujara en direcciones opuestas.
Era como si una fuerza fría, amenazante, se interpusiera entre nosotros, cortando cualquier esperanza que tuviera de alcanzarlo. Intenté luchar, gritar, pero mis esfuerzos eran inútiles. La pesadilla me dejó una sensación de vacío, de pérdida, como si algo esencial se hubiera roto.
Me desperté de golpe, el corazón acelerado y la respiración entrecortada. Estaba confundida, aturdida, como si la pesadilla aún me estuviera persiguiendo. Miré a mi alrededor, tratando de orientarme. La habitación estaba en silencio, y por la ventana vi que ya era de noche. El sueño me había dejado una sensación miedo que no podía ignorar.
Necesitaba ver a Connor. Me levanté de manera rápida, todavía temblorosa, y lo busqué por la casa. Al salir, lo vi recostado en una hamaca redonda con soporte, afuera de la casa. Su postura relajada y la tranquilidad de la escena hicieron que mis pasos se dirigieran hacia él casi sin darme cuenta.
Connor levantó la mirada al escucharme acercarme. Sus ojos se encontraron con los míos, y en ellos vi una mezcla de curiosidad y calma.
—¿Qué pasa, Aria? —preguntó, su voz suave pero cargada de preocupación, negué con mi cabeza indicando que todo está bien —. Te estaba esperando.
Levantó una mano y palmeó suavemente el espacio vacío a su lado en la hamaca. Dudé por un segundo, pero caminé hacia él y me senté junto a su cuerpo cálido. En cuanto me acomodé, sentí cómo su brazo pasaba alrededor de mis hombros, sosteniéndome con una naturalidad que casi me hizo olvidar la pesadilla. Decidí no mencionar nada sobre eso. No tenía importancia ahora. Estar a su lado era lo único que realmente importaba.
El cielo estaba despejado, y las estrellas parecían más cercanas de lo que nunca las había visto. Me quedé en silencio, dejando que la serenidad del momento se colara en mis pensamientos. Después de la horrible pesadilla estando ahora a su lado me sentía más relajada y sin temor.
—Son hermosas —murmuré, con la mirada perdida entre las constelaciones.
—Sí, esta noche el cielo está más brillante de lo normal —su voz suave, casi un eco de mis pensamientos.
El sonido del viento mecía las hojas y las ramas cercanas, envolviéndonos en una burbuja de paz. No hacía falta llenar el silencio con palabras; estar juntos era suficiente. Por un momento, no pensé en salidas, ni en sueños, ni en miedos. Solo en disfrutar del momento que teníamos.
Connor y yo nos quedamos en silencio por un rato, con el sonido suave del viento acariciando las hojas. No necesitábamos hablar; la tranquilidad de estar juntos lo decía todo. Me balanceé ligeramente en la hamaca, observando cómo las estrellas parecían brillar más intensamente cuanto más las miraba.
—¿Sabes? —dijo de pronto, rompiendo la quietud—. Siempre me han gustado las noches como esta. Me recuerdan que hay cosas inmensas allá afuera… pero lo que más importa sigue estando justo aquí.
Su voz era cálida, casi como un susurro, y me encontré girando la cabeza para mirarlo. Su rostro reflejaba una calma que, por alguna razón, lograba aquietar mis propias tormentas internas.
—Es hermoso cómo lo ves —respondí, sin saber qué más decir.
El balanceo suave de la hamaca, el calor de Connor a mi lado, las estrellas titilando como promesas suspendidas en el cielo… Todo parecía perfecto. Demasiado perfecto. Y ahí, en medio de aquella calma, el miedo que había intentado enterrar bajo capas de silencio emergió con fuerza, afilado como un cuchillo. Connor giró la cabeza hacia mí, con una expresión que no pude descifrar del todo.
—Aria si mañana despertáramos en lugares distintos… ¿qué harías primero? —preguntó de repente.
La pregunta me tomó desprevenida. No respondí de inmediato, guarde silencio unos segundos meditando mi respuesta, miré mis manos incapaces de sostener su mirada.
—Te llevaría a mis lugares favoritos para que puedas conocer, te presentaría a las personas que son importantes en mi vida.
—Y si no puedo estar a tu lado, y si ya no podemos vemos jamás. —sus temores eran los mismo que los míos, ahora lo sé, ambos estamos perdiendo la batalla al pensar que no nos veremos más, aun cuando seguimos aquí.