Más allá del miedo

Daniel

Daniel vivía atrapado en una jaula invisible, una prisión construida por sus propias expectativas rotas y el peso de su fracaso. La vida, alguna vez llena de promesas, se había convertido en una serie interminable de decepciones, una rutina sin alma que lo hundía más en el fango de su propio vacío. A sus treinta y cinco años, se encontraba estancado en un trabajo mediocre, sin ambiciones, sin dirección. Cada día era igual al anterior, un ciclo monótono que lo consumía lentamente.

Pero por dentro, todo era diferente. Había un caos latente, una furia incontrolable que rugía bajo la superficie. Era como si una bestia enjaulada arañara las paredes de su mente, buscando escapar. Daniel se odiaba por lo que había permitido que su vida se convirtiera. Esa furia, esa profunda insatisfacción, no desaparecía; solo se acumulaba, capa tras capa, hasta que amenazaba con explotar.

Había días en los que pensaba que todo estaba bien. Se levantaba, tomaba su café, iba a trabajar y sonreía como cualquier otra persona. Pero luego, por la noche, cuando las luces se apagaban y se quedaba solo con sus pensamientos, todo cambiaba. Las paredes de su pequeño apartamento parecían cerrarse sobre él, y las voces en su cabeza empezaban a murmurar. Al principio, eran susurros suaves, recordándole cada error, cada oportunidad perdida, cada persona que lo había abandonado. Con el tiempo, esos murmullos se convirtieron en gritos ensordecedores.

Intentaba distraerse con cualquier cosa: series, videojuegos, redes sociales, cualquier cosa que ahogara el ruido en su cabeza. Pero era inútil. Nada podía silenciar esas voces, ese incesante recordatorio de que estaba fracasando, no solo ante los demás, sino ante sí mismo.

Una noche, después de una larga jornada de trabajo, Daniel se encontró en su viejo bar de siempre, rodeado de la misma gente que lo ignoraba. El alcohol era su única compañía fiable. Había comenzado con un par de cervezas después del trabajo, pero a medida que los días pasaban y la presión aumentaba, las cervezas se convirtieron en whisky, y el whisky en algo más fuerte. Necesitaba más para adormecer el dolor, para entumecer los pensamientos que lo acosaban.

Pero esa noche fue diferente. Había algo en el aire, una tensión palpable que lo hacía sentir más vulnerable, más expuesto. Mientras bebía en silencio, sintió que la furia dentro de él crecía, alimentada por el alcohol. Era como si el demonio en su interior, siempre reprimido, estuviera ganando terreno.

Se fue tambaleando hacia su apartamento, donde las sombras de su vida lo esperaban. Las paredes parecían deformarse, y los recuerdos de su fracaso pasaban como fantasmas, burlándose de él. Daniel se miró al espejo, buscando algo, cualquier cosa que le recordara quién era, quién había sido. Pero lo que vio fue un extraño. Un hombre roto, desgastado por el tiempo y por la propia guerra que libraba consigo mismo.

El espejo le devolvía una mirada vacía, como si el reflejo fuera la versión más honesta de sí mismo: un hombre sin propósito, sin esperanza. Los gritos en su cabeza se volvieron insoportables. Ya no eran solo susurros de autodesprecio; eran órdenes. "Ríndete", "No eres nada", "¿Por qué sigues intentándolo?". La furia, que había estado contenido durante años, finalmente lo consumió. Con un grito de desesperación, golpeó el espejo con todas sus fuerzas, rompiéndolo en mil pedazos.

Los fragmentos de vidrio cayeron al suelo, y en su mano, un profundo corte dejó escapar un torrente de sangre. El dolor físico no era nada comparado con lo que sentía en su interior. Se quedó mirando la sangre que goteaba en el suelo, hipnotizado por la visión de su propia destrucción. El caos se había liberado, y ahora no había vuelta atrás.

Pasaron los días, y Daniel comenzó a aislarse más. No fue al trabajo, ignoró las llamadas de los pocos amigos que le quedaban. El alcohol y las pastillas se convirtieron en su única fuente de consuelo. En su mente, todo había dejado de tener sentido. Ya no veía la diferencia entre los días y las noches; todo era una masa amorfa de tiempo que lo devoraba lentamente.

El caos interior, lejos de disiparse, se volvía más violento. Las voces no lo dejaban en paz. Ahora no solo le decían que se rindiera; le exigían que lo destruyera todo. Y Daniel estaba listo para hacerlo. Se paraba al borde de su ventana, mirando la ciudad debajo de él, imaginando cómo sería simplemente dejarse caer. Pero no lo hizo. No porque tuviera miedo, sino porque la caída no era suficiente. No habría suficiente dolor, suficiente desesperación.

Una noche, ya sin fuerzas, salió a caminar por la ciudad. Las luces brillaban, pero para él, todo estaba cubierto por una niebla oscura que lo envolvía. La gente pasaba a su lado, pero él era invisible. Nadie se detenía, nadie lo miraba. En un acto de puro impulso, llegó hasta el puente que cruzaba el río. Se apoyó en la barandilla, sintiendo el viento frío en su cara. Las aguas abajo rugían como un eco lejano, pero para Daniel, parecían gritar su nombre, invitándolo a desaparecer.

Miró hacia el horizonte, hacia la oscuridad que parecía extenderse más allá de lo tangible. Cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, sintió paz. Pero no era paz genuina, era la aceptación de que todo había terminado. Sin pensarlo dos veces, subió a la barandilla y saltó.

El impacto fue brutal, pero rápido. Las aguas lo envolvieron, y en cuestión de segundos, se sintió arrastrado por la corriente. No hubo reflexión final, ni visiones del pasado, ni un último arrepentimiento. Solo la fría realidad de que la lucha había terminado de la peor manera posible.



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En el texto hay: relato corto, aventuras

Editado: 25.09.2024

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