Más que nada: dos chicas en una escuela de chicos

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 30 

 

No voy a describirles lo que fue octubre porque, sinceramente, no ocurrió nada interesante. Las clases nos consumían mucho tiempo a todos, aunque ya parece ser costumbre. Samey y Jake me dijeron varias veces que el tercer año era muy fácil, pero no sé en qué clase de dimensión estuvieron. Según ellos, comparado con segundo y ahora con cuarto, es menos demandante. No opino lo mismo. 

El caso es que, luego de unos intensos días de estudio, y el fin de semana para descansar, llegó Halloween un lunes. Sí, el peor día de la semana. Yo también estaría decepcionada de ser ustedes, pero por suerte soy yo, y lo sé todo sobre aquel lunes. Era como si hubiese ocurrido un milagro. 

Cuando estás en el último año tienes algo así como poderes especiales, otorgados por ser parte de los alumnos más mayores que, además, dejarán de molestar cuando acabe el año. Bueno, imagínense eso en Ridley. Las alumnas de cuarto año siempre organizan cosas, aunque rara vez nos incluyen a los sosos de Murray. El caso es que esta ocasión fue diferente por el simple hecho de que Samey es parte de los estudiantes de cuarto. Las chicas insistieron tanto a su escuela (con la excusa de fomentar la inclusión, porque en realidad solo querían juntarse con los chicos) que debieron juntarse las escuelas de Ridley y Murray por una noche. 

Las condiciones de las escuelas eran las siguientes: nosotros debíamos ayudar en todo, pagar el transporte (son unos tacaños) y limpiar el desorden. 

Aunque… hubo un pequeño problema. 

Yo estaba en clases cuando entró un tutor en el aula. 

—Buen día chicos. Disculpe, profesor, pero necesito retirar a la señorita Parker —juro que en ese momento creí que me había mandado una cagada. Mi tensión se liberó al ver a Samey en la secretaría, aunque aquel alivio no duró demasiado. 

—Las alumnas de Ridley solicitaron ayuda —nos explicó el tutor, y creo que ambas sentimos algo extraño en ese momento. Intercambiamos una mirada, pero de todas formas nos subimos a aquel mini-autobús que nos llevó a Ridley. Ya estaban firmados por nuestra familia los permisos, y pagados los costos. Era ridículo, ya que la escuela quedaba a cinco minutos en auto y quince caminando. 

Cuando llegamos, nos esperaban la directora y una alumna en la entrada. A diferencia de Murray, esa escuela tenía el edificio principal bastante cerca de las rejas, y se llegaba a él por un camino de piedras rústicas. Una vez adentro, accedían a los diferentes lugares. Casi no se caminaba por el campo abierto. El edificio principal era muy alto y cuadrado, con un espacio enorme en el medio que servía como patio de recreo. Más atrás se conectaba con la cancha y el teatro/auditorio, y a lo último se encontraban las residencias. 

Nuestras recibidoras no se veían muy contentas al vernos. 

—¿Por qué vinieron? —preguntó la estudiante. 

—Pensé que ustedes nos llamaron —respondió Samey. La directora (no pregunten cómo sabía yo ese dato, tenía cara de directora y luego confirmé que lo era) levantó las cejas. 

—Yo les pedí que nos trajeran ayuda —era una señora de unos cincuenta años con el cabello teñido de castaño, tenía un vestido gris bastante sobrio. 

—O sea, ¿no nos llamaron a nosotras en específico? —pregunté yo. La alumna frunció el ceño.

—¿En qué clase de mente les cabe que solo necesitábamos dos personas? Para eso nos ayudaba algún profesor o conserje —su enojo parecía estar más dirigido a nuestra escuela, lo cual era bastante lógico. 

—A nosotras nos parecía raro… —dije. La directora sacó su celular y nos habló mientras tecleaba:

—Voy a llamar otra vez, no puede ser que haya habido una confusión de este tipo —se llevó el celular a la oreja—. Vayan con ella mientras tanto. 

La chica asintió y nos hizo un gesto para que la siguiéramos. Nos condujo a través de las enormes puertas de roble, y nos dirigimos al pasillo izquierdo. A la izquierda habían infinitas puertas idénticas, y a la derecha se encontraban los ventanales que daban al patio interior. Todo tenía un aspecto antiguo y acogedor. 

—¿A qué se refería cuando dijo “una confusión de este tipo”? —inquirió Samey. La chica se sobresaltó, pero se recompuso en un segundo.

—Es obvio que las mandaron a ustedes porque son mujeres —respondió con sequedad—. No fue una “confusión”, pero la señora Marie no quiere tener problemas con ese viejo idiota, sin ofender. 

—No nos ofendes —dijimos a coro. Los hombros de la chica se relajaron un poco. 

Cuando llegamos al gigantesco gimnasio, la chica nos llevó hasta un grupo de alumnos de cuarto, al ser quienes requerían una ayuda más inmediata. Eran tres chicos y unas cinco chicas, que nos miraron perplejos. 

—No puede ser que se atrevieron —dijo uno de ellos. 

—Nunca subestimes a Murray —respondió Samey. El chico que habló extendió una mano hacia su compañera más cercana, y ella le dio un billete. 

—¿Están apostando? —preguntó la chica de antes, quien parecía ser una especie de delegada, por la diminuta escarapela en su blazer. Nadie parecía sucumbir a su liderazgo—. Al menos que no sea fuera de las habitaciones. 




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