Mateo odiaba las mañanas. Especialmente la de hoy. Todavía estaba oscuro cuando su madre, como siempre, entró en su habitación en el piso alto sin tocar la puerta. La cálida manta lo llamaba de vuelta al abrazo del sueño, pero su madre era más persistente y precisa que cualquier despertador.
— Despiértate, gatito, es hora de ir al colegio, — su voz era tranquila y cariñosa, pero dejaba claro que no había lugar para discutir.
Mateo fingió estar profundamente dormido. El ritual infaltable de cada mañana escolar — tres minutos de protesta silenciosa. Pero su madre no le prestó atención. Suspiró y encendió la luz, y de repente, la oscuridad profunda de la madrugada española fuera de la ventana parecía aún más negra.
— Venga, venga, levántate, es hora de ir al colegio.
Desde temprano, Mateo estaba de mal humor. Su padre ya había preparado café, y en la casa, como de costumbre, olía a café recién hecho en la cafetera italiana. A sus padres les encantaba ese sabor amargo, pero Mateo no podía entender esa afición adulta por el café. Él preferiría un Pepsi, Fanta, o al menos un té dulce. Pero cada mañana, la casa invariablemente olía a café.
Se levantó lentamente de la cama, fue al baño, exprimió la cantidad mínima de pasta de dientes en su cepillo y se lavó los dientes de manera perezosa. Luego venía lo que menos le gustaba: la rutina diaria de ejercicios. Sus padres decidieron que era necesario inculcarle un "estilo de vida saludable". Y ahora, cada mañana comenzaba con Mateo, quejándose y murmurando entre dientes, haciendo todos esos ejercicios aburridos.
— Quince sentadillas... esto es una tortura, — murmuraba, haciendo las sentadillas lentamente y con desgana, deseando solo una cosa: huir de ese estúpido maratón.
Después del ritual matutino de sufrimiento, por fin podía desayunar y… usar sus gadgets. Mateo entregaba todos sus dispositivos a sus padres por la noche — esa era una tradición inquebrantable. Porque, de otro modo, Mateo no era capaz de parar a tiempo y apagarlos por sí mismo.
Así que por la mañana solo conseguía jugar unos 30 minutos antes de irse al colegio.
"Otro día horrible, otra mañana con esos estúpidos ejercicios, y luego de nuevo ese colegio tonto...", — pensaba con tristeza, empujando su tenedor en la cazuela de requesón y bebiendo té dulce.
A Mateo no le gustaba el colegio, pero amaba Minecraft, Roblox y otros videojuegos. También pasaba mucho tiempo en el "adictivo" TikTok. Te metes en él y no puedes salir durante una o dos horas. Y, ¿adónde se va el tiempo? Minecraft y Roblox eran para aventuras, para crear mundos enteros y emocionantes. Además, Mateo tenía su propio canal de YouTube, donde de vez en cuando subía videos de sus construcciones, edificios, ciudades y exploraciones de mazmorras.
El ordenador emitió un sonido indicando que había llegado un nuevo mensaje de Alex, su primo, que vivía en otro país al norte. Mateo y Alex solían escribirse, compartiendo sus logros en los videojuegos. Alex era un par de años menor, pero siempre tenía historias geniales de juegos, que Mateo luego contaba en sus videos de YouTube.
Alex había enviado un corto video. En la pantalla, paisajes nevados y Alex con su hermano menor, Arti, en gorro y abrigo, construyendo un gigantesco muñeco de nieve.
"Aquí ya estamos a menos cinco grados, ¿y tú? Seguro que estás en la playa", — sonó la voz de Alex en el fondo del video. — "¿Qué tal España? ¿Echas de menos la nieve?"
Mateo sonrió y le respondió: "En la playa, sí, en la oscuridad. Aquí apenas empieza la mañana, y acabo de terminar los ejercicios. Ojalá estuviera allá con ustedes, en la nieve". Llegó un emoji de vuelta. Mateo miró la pantalla y sonrió. Le gustaba hablar con Alex — siempre tenían de qué charlar.
La mañana continuó como de costumbre: inició el juego, y su personaje apareció en el viejo proyecto — una gran casa que había estado construyendo durante un mes. Pero de repente, hoy todo salió mal, como si el juego le jugara una broma, y accidentalmente cayó en un túnel profundo. Una luz extraña e inusual iluminaba las paredes. Como jugador experimentado, Mateo inmediatamente comprendió que era algo muy extraño, algo no típico. ¿De dónde había salido ese túnel? Antes no había túneles allí.
— ¿Qué...?, — murmuró.
Y en ese momento vio algo completamente desconocido. Al fondo del túnel había algo brillante. Una luz ligeramente verdosa, extraña y fascinante. Mateo se acercó y vio un bloque desconocido, diferente a cualquier otro en el juego. No se mostraba un icono para él, lo que significaba que no era un objeto estándar de Minecraft.
— Genial… — exhaló, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
Pero en ese momento, su madre lo llamó:
— ¡Mateo, salimos en cinco minutos!
Saltó, apagó el ordenador y comenzó a empacar rápidamente su mochila escolar, sin olvidar su almuerzo, su termo con té y su uniforme de gimnasia. Su padre ya lo esperaba en la puerta, y su madre, como siempre, le arregló el cabello despeinado. La familia se subió al coche rápidamente, y su padre condujo hacia la parada del autobús.
En la parada hacía frío. El sol apenas asomaba sobre las casas. El autobús escolar ya se veía en la distancia. Como de costumbre, sus padres esperaron hasta que Mateo subiera al autobús y, como siempre, le saludaron con la mano. "Un día aburrido y gris", pensó él, suspirando, aunque algo en el fondo de su alma le decía que el día de hoy no sería como todos los demás.
El autobús se alejó, y los pensamientos de Mateo volvieron a su descubrimiento en Minecraft.