Luzia, con el corazón en la mano, no sabía qué hacer ni qué decir. El señor Ortega, por el contrario, la miraba fijamente y le dijo:
—Como sabes, me gusta mucho la perfección en las juntas... y en especial si son de directivos.
El silencio que siguió fue tan tenso que casi se podía oír el zumbido de las luces del techo. Luzia tragó saliva. y dijo
—lo siento Señor Ortega, —dijo finalmente, manteniendo la voz firme, aunque por dentro temblaba.
Él entrecerró los ojos, cruzó los brazos y se inclinó apenas hacia adelante.
—¿Lo sientes? —repitió el señor Ortega, con tono bajo pero afilado—. ¿Tienes idea de lo que acabas de hacer, Luzia?
Ella bajó la mirada, sintiendo un nudo en la garganta y las mejillas ardiendo.
—Fue un error, señor Ortega... no era el archivo correcto. Yo... pensé que estaba enviando el informe en PDF —logró decir, con voz quebrada.
Ortega cruzó los brazos lentamente, dejando escapar un suspiro.
—En cambio, proyectaste frente a toda la sala una carta personal... escrita por ti. Y no cualquier carta, Luzia. Una carta de amor dirigida a Martín.
—¿Tienes idea de lo incómodo que fue tener que fingir que era parte de algún tipo de ejercicio emocional? —continuó Ortega—. Martín casi se atraganta con el café. Los directivos no sabían si aplaudir o esconderse debajo de la mesa.
Luzia no podía hablar. Solo podía imaginar la expresión de Martín al escuchar cada palabra de una carta que jamás pensó mostrarle. Una carta escrita en una noche tonta, llena de suspiros y valentía inútil.
—Por suerte para ti —añadió Ortega con cierto sarcasmo—, algunos pensaron que fue parte de una “estrategia creativa disruptiva”. Pero, si te soy sincero, yo solo vi un error... humano. Muy humano. esta ves te prdonare ya que eres una gran empleda pero que no se vuelva a repetir.
Luzia apenas logró asentir. las piernas
salió de la oficina de Ortega con el paso firme, como si todo estuviera en orden. Pero por dentro, una parte de ella todavía estaba temblando. No podía creer que el señor Ortega —el mismo que tenía fama de despedir a la gente con una ceja levantada— le hubiese dado una segunda oportunidad.
Agradecida, sí.
Avergonzada, también.
Pero sobre todo… muerta de miedo de encontrarse con Martín.
Porque, aunque el señor Ortega no la había despedido —cosa que ya era milagro suficiente—, todavía quedaba él.
Martín.
El verdadero protagonista de esa carta que jamás debió salir a la luz.
El hombre que, hasta hace unos días, solo era su compañero de oficina… su crush silencioso. Su distracción favorita.
Ahora, él lo sabía todo.
Lo había leído todo.
Y Luzia… no podía ni imaginarse cómo volver a mirarlo a los ojos.
Pasó por su escritorio sin detenerse, fingiendo revisar el celular, deseando que él no estuviera ahí. Por suerte, no lo estaba.
Respiró con alivio. Acomodó unos papeles que no necesitaban acomodarse, y decidió que lo mejor era irse temprano. Antes de que pasara cualquier cosa más.
Pero al llegar al ascensor, justo cuando pensó que había sobrevivido al día, la puerta se abrió… y él estaba dentro.
Martín.
Vestía su camisa azul claro de siempre, con las mangas arremangadas. El cabello un poco despeinado. Y la mirada… directamente hacia ella.
—¿Subes? —preguntó con calma.
Luzia dudó. Su primer impulso fue retroceder.
Pero ya no podía seguir huyendo.
Entró al ascensor. Se paró a un metro de él.
El silencio entre ambos fue corto, pero denso.
Hasta que Martín habló, sin mirarla:
—Dos días sin verte. Pensé que habías renunciado.
Ella soltó una risa nerviosa.
—Estuve cerca.
—¿Por lo de la carta?
Ella no respondió. Solo bajó la mirada.
—Fue un error, ¿verdad? —añadió él, más suave.
Luzia levantó los ojos, apenas.
—Sí. Un PDF equivocado. Una carpeta mal etiquetada. Y una pésima costumbre de guardar todo en el escritorio.
Martín asintió lentamente. Luego, la miró.
—Pero lo que decía la carta... ¿también fue un error?
Luzia se quedó helada.
Lo miró. Él estaba serio. Pero no molesto. No burlón. Solo… esperando.
Y entonces, la puerta del ascensor se abrió en planta baja.
Un grupo de personas entró. Luzia tragó saliva, se bajó sin contestar, y él fue detrás.
Caminaron en silencio hasta la salida del edificio.
Y justo antes de despedirse, Martín se detuvo.
—Voy al parque dentro de un rato. Al de siempre. Si te animas… podrías terminar de responderme ahí.
Y sin esperar respuesta, se fue.
Luzia se quedó helada.
No lo podía creer.
Martín se estaba alejando. Caminaba con paso tranquilo hacia el parque… como si acabara de dejar sobre la mesa una bomba emocional y simplemente le diera espacio para explotar.
Ella abrió la boca, dispuesta a decirle algo, a correr tras él, a gritarle “¡No fue un error lo que escribí!”…
Pero no pudo.
Las piernas no le respondían. El corazón le latía en la garganta.
Y su cuerpo entero era un caos de nervios, orgullo y miedo.
Hasta que una voz la detuvo.
—¿Y tú qué esperas? ¿Una segunda invitación?
Luzia se giró, sorprendida.
Era Teresa, la recepcionista. Siempre sonriente, siempre curiosa… y ahora, con los brazos cruzados, mirándola como si supiera absolutamente todo.
—¿Perdón? —balbuceó Luzia.
—No me digas que vas a dejar que ese chico se te escape así nomás —dijo Teresa, con una ceja levantada—. Yo vi cómo te mira. No cualquiera espera dos días para invitarte al parque. Vamos, Luzia. Tienes cinco segundos antes de que se arrepientaLuzia parpadeó. Miró hacia la calle.
Martín ya cruzaba la avenida.Luzia parpadeó. Miró hacia la calle