Una semana entera se desvaneció como un sueño perfecto. Cada día con Martín fue una explosión de alegría, una confirmación de que aquello que habíamos sentido era real y vibrante. De esos días se dice que, cuando uno está enamorado, todo se tiñe de color de rosa, y yo, sin dudarlo, estaba completamente de acuerdo. Era como si hubiéramos descubierto un mundo nuevo, uno lleno de risas compartidas, de miradas cómplices, de la simple y maravillosa dicha de estar juntos.
Disfrutábamos de cada instante, desde los paseos sin rumbo por calles desconocidas hasta las conversaciones profundas que se alargaban hasta la madrugada. Martín se convirtió en mi cómplice, mi confidente, la persona que hacía que hasta el día más ordinario se sintiera extraordinario. Y yo, a mi vez, sentía que él veía en mí algo que ni yo misma había descubierto por completo.
Pero el tiempo, ese ladrón silencioso, nos recordó que todo lo bueno llega a su fin, al menos por un momento. La semana culminó, y nos encontramos en el aeropuerto, con las sonrisas aún pegadas a nuestros rostros, pero con el peso agridulce de la despedida inminente. Las maletas parecían llevarse no solo nuestras pertenencias, sino también una parte de la magia que habíamos
Martín me miró con una mezcla de melancolía y dulzura. "Este lugar...", comenzó a decir, su voz apenas un susurro, "lo voy a extrañar mucho. Aquí empezó mi primer amor, ¿sabes?". Sentí cómo una corriente eléctrica me recorría al escuchar esas palabras. Era como si él me estuviera abriendo una parte muy íntima de su pasado, y yo estaba ahí, sintiendo la importancia de ese momento.
Nos despedimos de ese rincón especial, un lugar que, sin duda, habíamos cargado de nuevos recuerdos imborrables. Nos prometimos volver, con la certeza de que este viaje no era un adiós, sino un hasta pronto. Antes de irnos, encontramos un pequeño puente cercano, uno de esos lugares que la gente suele adornar con gestos de amor. Con una sonrisa cómplice, sacamos un pequeño candado que habíamos comprado como recuerdo. Juntos, escribimos nuestros nombres y la fecha en él, y lo cerramos en una de las barandillas del puente, sellando así nuestra promesa de regreso y el inicio de nuestra propia historia. Era nuestro pequeño rito, nuestro candado de amor, un símbolo tangible de la conexión que sentíamos.
Luego, con esa sensación agridulce de dejar atrás un paraíso, nos dirigimos al aeropuerto. El bullicio y la rutina del lugar contrastaban con la burbuja de felicidad que habíamos compartido. Nos sentamos
juntos, observando cómo el avión, nuestro vehículo de separación, se preparaba para el vuelo. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, un último espectáculo que parecía despedirse con nosotros.
Martín entrelazó nuestros dedos una vez más, y su mirada me transmitió todo lo que las palabras no podían decir: la gratitud por ese tiempo, la promesa de un futuro y la certeza de que, a pesar de la distancia, algo muy especial había nacido entre nosotros. Sabía que, aunque nuestros caminos se separaran físicamente, una parte de mí se quedaría con él, y una parte de él, con el recuerdo de esa semana mágica, viajaría conmigo.
Por fin llegamos. El aeropuerto, el taxi, las calles que me eran tan familiares… todo me decía que estaba de vuelta. Mis amigas, mi trabajo, mi rutina… ¡todo lo extrañaba! Martín me acompañó hasta mi casa, y mientras bajaba del auto, pude sentir esa dulzura especial de mi hogar envolviéndome. Es una sensación difícil de explicar si no la has vivido, esa reconexión profunda con tu espacio, con tu vida. Porque, aunque el viaje había sido maravilloso, nada se compara con el calor de tu propio hogar.
Desempaqué mis cosas con una mezcla de cansancio y satisfacción, y sin darme cuenta, el sueño me venció. Cuando desperté, ya era de noche. Lo primero que vi fue mi celular, lleno de mensajes y llamadas perdidas de mis queridas Teresa y Alondra. ¡Oh, no! ¡Mis amigas! ¡Me había olvidado por completo de ellas!
Con una punzada de culpa y una sonrisa nerviosa, les devolví la llamada.
—¡No puedo creer que me hayas olvidado! —exclamó Teresa, con ese tono juguetón que tanto conozco.
—¡Pensamos que te habías ido a vivir a otra ciudad y no nos avisabas! —añadió Alondra, riendo.
—¡Perdón, perdón! ¡Fue el viaje, la felicidad, el cansancio de la vuelta! ¡Pero las adoro y quiero verlas ya! —les dije, sintiendo cómo la alegría de escucharlas disipaba cualquier rastro de culpa.
—Pues más te vale que sea pronto —dijo Teresa, con un tono que no admitía discusión—. Tenemos que saber todos los detalles de tu aventura.
—¡Así que ponte guapa y nos vemos en nuestro restaurante de siempre en una hora! —sentenció Alondra.
—¡Hecho! ¡Allá voy! —respondí, colgando el teléfono con una sonrisa enorme.
Me arreglé rápidamente, ansiosa por verlas. Al llegar al restaurante, el ambiente cálido y familiar me recibió al instante. Corrí a abrazarlas, sintiendo esa conexión inquebrantable que solo las verdaderas amigas comparten. "¡Ay, qué dulzura!", exclamé, devolviendo el abrazo con todo mi cariño.
Nos sentamos y la conversación fluyó como siempre, entre risas y confidencias. Hablamos por muchísimo tiempo, poniéndonos al día de todo. Y entonces, como era de esperarse, tocamos el tema del trabajo.
—¡Ay, no sabes! —exclamó Alondra, con un suspiro dramático—. Cómo de insoportable está Tania últimamente. Y ni te cuento lo que pasó hoy…
Mi curiosidad se encendió de inmediato. —¿Qué pasó hoy? —pregunté, intrigada.
—Pues resulta que el señor Ortega invitó a su sobrina a la oficina —explicó Teresa, con una ceja arqueada—. Y, bueno, es… digamos que es algo parecida a Tania.
—¿Alguien parecida a Tania? —repetí, escéptica—. No creo. ¡Tengo que verla!
—¡Ay, dices eso porque aún no la has visto! —intervino Alondra, con una sonrisa pícara—. Pero créeme, es insoportable.
—¿Cómo que insoportable? —pregunté, tratando de imaginarme a alguien a la altura de Tania—. ¿En qué sentido? ¿Es de las que acaparan la atención o de las que se creen superiores a todos?