ME HA ADOPTADO UN PERRO.
He caminado por la vida casi todo el tiempo solo. A pesar que mis padres hicieron lo posible por hacerme sentir acompañado, siempre hubo un dejo de nostalgia al sentir que algo me hacía falta.
Tuve perros, es verdad. El típico animal que llega en tu infancia para suplir los abrazos y las peleas entre hermanos, pero que al final no es en verdad tuyo ya que tus padres deciden si se cura o no al llegarle alguna enfermedad terrible de esas que te enredas en nombrar.
De adolescente no tuve tiempo para querer animales al preferir dar cariño a las chicas. Esto fue durante varios años la rutina, hasta que uní mi vida a alguien y a mi vez tuve hijos.
Entendí un poco las razones de mis padres con las mascotas otorgadas hacia mí, cuando compramos un perro.
Pero extrañamente no veía en el animal algo de mi pertenencia aunque yo fuese quien decidía su alimento, pagaba su atención médica y mayormente lo educaba. Era de mis críos y punto.
Con el tiempo, mi mujer enfermó y por desgracia la perdí. Pasaron los años y mis hijos hicieron su vida quedando yo solo en casa. Mis rutinas cambiaron haciendo que prefiriera pasar el tiempo en mi hogar y menos por la calle. Platicaba poco con la gente cuando salía, y empezaba a sentirme aislado.
Tres comidas al día para uno, mirando televisión y las manecillas muertas del reloj, detenidas hacía tiempo ante la inutilidad de marcar el tiempo para alguien que no requería horarios que cumplir.
Hasta que un día por la noche, luego de la cena en casa de uno de mis hijos, caminé desde donde guardaba el auto hasta casa y me pareció escuchar a alguien quejarse.
Acercándome a la procedencia del sonido, descubrí un pequeño perro que trataba de acomodar su frágil cuerpo en una oquedad en la base de un árbol. El vaho que salía de su hocico confirmaba que el tiempo era frio y la precaria condición de su estado de carnes admitía sin lugar a dudas que no comía con frecuencia algo de provecho.
Levantó su cabeza y me miró con indiferencia, sabiendo que no valía la pena pedir ni esperar nada de un simple hombre que pasaba por ahí. Recordé cuando era joven y salí de casa de mis padres, envalentonado con la fuerza de mi juventud y el ímpetu de cambiar al mundo en unos pocos días.
En aquella época lo pasé mal, pero mi orgullo era demasiado para regresar y aceptar que había fracasado, así que dormí en bancas de parques apoyado sobre cartones y tapado tan solo con unas cuantas ropas que repelían a las personas cuando me olían…
La mirada del animal no suplicaba, no pedía, no esperaba nada de nadie. Pero creí reconocer ese estado de esperanza que todo ser vivo posee en que, quizá de un momento a otro, en situaciones de angustiosa desesperación algo puede mejorar.
Así, sin haber intercambio alguno de sonidos entre el perro y yo, simplemente moví la cabeza en dirección hacia mi casa. No sé por qué lo hice, ni si volvería a hacerlo con otro animal. Dudando un poco de si debía abandonar el refugio que quizá por fortuna encontró, comenzó a levantarse con no poco trabajo. El frio y la humedad de la noche no eran buenos bajo ninguna circunstancia para nadie.
Me miró como tratando de tomar una decisión acerca de si era yo lo suficientemente honorable como para seguirme. Al final, algo debió ver en mí que lo hizo comenzar a caminar a mi lado.
La mañana siguiente me hizo darme cuenta que algo había cambiado. El huésped esperaba ante la puerta que daba al jardín, muy propio y erguido a pesar de tener canas en el hocico ya. Poco a poco empezamos a aceptarnos el uno al otro, tolerando nuestros años y las rutinas.
Hoy, soy yo quien sale a pasear con él y no al contrario. Las manecillas corren alegres marcando las horas, haciendo que la pequeña criatura me indique con su pata que es hora de comer o de salir cuando el timbre del reloj suena, generándome un sentimiento de culpabilidad al no querer demostrarle que sé leer la hora en la carátula del aparato.
Él decide los horarios de paseo, se detiene ante la carnicería esperando el sabroso regalo del pellejo y causando que mientras lo disfruta, deba charlar con Sebastián, el carnicero. Decide a qué puesto de periódicos debemos ir por la mañana, dependiendo lo que le dicte el olor del viento si acaso el pan recién hecho está inundando ya el ambiente a 3 calles de mi casa.
Él promueve su vida social al caminar por calles antaño desconocidas para mí, pero que me generan encontrar amistades perdidas que no sabía yo moraban por allí. Me indica si hace ya hambre, y me despierta cuando dormito en el sofá de noche, antes de que me congele por no estar tapado.
Han pasado 2 años desde aquella noche, y cuando los vecinos o mis hijos dicen “Adoptaste un perro”, los interrumpo y corrijo suavemente: