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I. 3. EL MATRIMONIO ES PROSTITUCIÓN LEGALIZADA Y BENDECIDA
Pensé en cómo terminar la conversación sin parecer descortés, pero la señora lo tomó como si estuviera analizando su propuesta, y continuó:
—La mayoría de las mujeres carecemos de un patrimonio propio que nos permita vivir con comodidad, y por eso debemos encontrar un marido que nos mantenga y, al final, nos damos cuenta que pagamos un precio demasiado caro por esa seguridad económica. Se nos olvida que tenemos algo que enloquece a los hombres: nuestro cuerpo. ¿Por qué no podemos obtener un beneficio por eso? ¿Por qué no podemos decidir a quién se lo damos?
Lo que la mujer me dijo tenía mucha lógica, pero me resistía, y le dije:
—Pero… la prostitución es un pecado.
La señora se rio y algunos pasajeros voltearon a verla. Me sentí incómoda al pensar que alguien hubiera oído nuestra conversación.
—Si la prostitución fuera pecado, chula, todas las mujeres casadas irían al infierno…
Iba a decir algo, pero ella no me lo permitió y continuó:
—¿Por qué una mujer casada tiene relaciones con su marido? ¿Por amor? ¡No, chula! El amor no existe en el matrimonio, y si alguna vez existió se murió muy pronto. La mujer tiene que satisfacer los deseos del marido porque él tiene el dinero para mantenerla; porque quiere que él le dé el dinero del gasto a ella, en vez de que se lo dé a otra. ¿Es eso prostitución? ¡Claro que es prostitución!, pero legalizada por un juez y bendecida por un sacerdote.
Pensé que eso no podía ser verdad. Nunca había conocido a un hombre, nunca había estado enamorada, pero había leído muchos libros que hablaban del amor y sabía que el amor en el matrimonio debía existir.
—¿Cuál es la diferencia entre una esposa y una prostituta? —continuó hablando—. Ninguna, excepto en que la esposa no puede decidir a quién le vende su cuerpo, ni en cuánto ni en qué gastar el dinero. En cambio, la prostituta es la que tiene el poder de decidir. Tiene a los hombres a sus pies. La buscan, la desean, le ruegan, la complacen. Dime ¿qué hombre hace eso con una esposa? ¡Ninguno!
Oía sus palabras y recordé a algunas señoras, de Saltillo cuyos maridos tenían otra señora. Pensé en señoras casadas que a leguas se les veía lo infelices que eran con sus esposos. Oía hablar a la señora y no podía evitar pensar que había mucha verdad en lo que decía, pero yo quería encontrar mi propia verdad. No quería que me volvieran a engañar con verdades ajenas, como lo hicieron las monjas.
Tomé una decisión, pero antes debía satisfacer una curiosidad y le pregunté, mirándola a los ojos:
—Su casa… ¿es para este tipo de mujeres?
—Sí —me respondió, sosteniéndome la mirada.
—¿Me está ofreciendo un lugar en ella?
—Sí —me dijo, con voz baja, pero firme.
Extendí mi mano y tomé la de ella para decirle:
—Hacía muchos años que no me hablaban con sinceridad y aprecio mucho eso. Agradezco mucho su oferta, pero quiero buscar lo que siempre soñé encontrar —le dije con una sonrisa.
La mujer me apretó la mano e iba a decirme algo, pero el boletero anunció que el tren se estaba deteniendo en la estación de Vanegas, para trasbordar a Matehuala.
—¡Aquí me bajo, chula! Vengo a visitar a una comadre —dijo—. Se ve que tienes clase. Hiciste bien en alejarte de tu esposo. No creo que te merezca.
—No estoy huyendo de un esposo —le respondí en un susurro—. Estoy huyendo de un convento. No quería ser monja.
La mujer me miró incrédula unos momentos, luego soltó una fuerte carcajada. Se puso de pie y se preparó para descender. Me dijo:
—Mucha suerte, chula. Cuídate mucho. Si alguna vez necesitas ayuda pregunta por la casa de La Meche, en la Ciudad de México. Cualquier mesero de un bar elegante te dirá en dónde está.
Me extendió su mano, se agachó, me besó en la mejilla y me dejó una bolsa con dos empanadas. Se despidió y se fue con su olor a perfume.