II. 2. LAS BODAS DE MIS HERMANAS
A Venustiano Carranza también lo vi un par de veces, incluso una vez pasó caminando frente a la casa. Iba a supervisar las obras de una escuela que estaba construyendo y que se iba a llamar “Miguel López”, en honor a su profesor de primaria. Se puso a platicar un rato con papá, quien estaba en la banqueta.
Mi papá tampoco tenía buena opinión de Carranza, porque “mordió la mano que lo alimentaba”. Decía eso porque Carranza era muy ambicioso. Tenía una gran hacienda en Cuatrociénegas, pero ambicionaba un puesto en el gobierno. Según papá, Carranza hizo una rebelión contra un gobernador de Coahuila y, para contentarlo, don Porfirio Díaz lo designó alcalde de Cuatrociénegas. Luego hizo otra rebelión y don Porfirio, para contentarlo otra vez, lo puso de diputado local. Después lo designó senador. Luego, Venustiano Carranza quiso ser gobernador de Coahuila, pero don Porfirio pensó que era demasiado ambicioso y no lo quiso apoyar. Fue entonces cuando Carranza se olvidó de todo lo que el general Díaz había hecho por él y “mordió su mano” apoyando a Madero en su contra, y logró ser gobernador. Ahí fue cuando lo conoció papá, quien decía que Carranza era muy “ambicioso, vengativo, rencoroso y autoritario”.
Mi papá tenía todo el estilo de los padres de la época: era poco expresivo y poco cariñoso con sus hijas, pero yo percibía que, de alguna manera, era especialmente distante, hosco e impaciente conmigo. Mi madre era más cariñosa que papá, pero también era más cariñosa con Louise y con Arminde que conmigo. Existía cierto tipo de complicidad entre ellas, de la cual yo me sentía excluida. Pensaba que debía ser algo natural por la diferencia de edades que tenían conmigo.
Al ir creciendo, yo noté que era tan bonita como mis hermanas, que heredaron la apostura de mi padre y la belleza de mi madre. También creía ser igual de inteligente, educada, bien portada y talentosa como ellas. De la misma institutriz de ellas aprendí a hablar inglés, a tocar el piano, a comportarme con propiedad y a bordar. La pintura nunca se me dio. Ellas pintaban bonitos paisajes al óleo. En casa mi papá hablaba siempre en francés, para que nosotras lo aprendiéramos, por si algún día nos teníamos que ir a vivir a Francia.
Siempre me esforcé por estar al nivel de mis hermanas, pero parecía que mis padres nunca lo notaron. Todo lo que hacían ellas estaba siempre mejor hecho que lo que hacía yo. Entre más me esforzaba en equipararme con ellas, mayor parecía ser la molestia que sentían mis padres. No lo podía entender.
Marie Louise, al ser la mayor, fue la primera en casarse. Lo hizo con Charvel Talamás Chalita, un comerciante de origen libanés que tenía una pequeña tienda en el Mercado Juárez de Saltillo. Creo que fue feliz, a pesar de que los comerciantes árabes tienen fama de ahorrativos, casi tacaños, pero son muy trabajadores, a diferencia de los mexicanos, que tendemos a ser flojos y despilfarradores. La boda se iba a celebrar a finales de mayo de 1914, en el Casino de Saltillo, del cual mi familia era socia, pero un par de semanas antes lo incendiaron los soldados de Victoriano Huerta, y la boda se efectuó en el patio de la casa. Recuerdo que fue la primera vez que bailé en mi vida; fue con mi tío Rogelio, uno de los hermanos más jóvenes de mi mamá. Había una pequeña orquesta que tocaba valses y polcas. Me llamaron la atención dos violinistas muy bellas que, con gran maestría, ejecutaban las melodías. No sé qué me asombró más, si lo magistral de la interpretación o su belleza. Llegué a pensar que me gustaría ser como ellas.
Marie Arminde tuvo un pretendiente que la visitaba mucho. Se llamaba Martín Aguirre Lobo; era un joven abogado, hijo de un notario que tenía su despacho en la calle de Morelos, cerca del Templo de San Esteban. Me di cuenta que él se fijaba demasiado en mí, y pensé que mi hermana era sólo el pretexto de sus visitas a mi casa. Tenía miedo de las dificultades que podría causarme su atención y procuraba evitar estar a solas con él, pero era muy insistente en preguntar por mí y buscar mi compañía. Decidí confiar mi inquietud a mi madre. Tenía miedo de que me regañara por parecer vanidosa y engreída, o de que me acusara de ser yo quien lo provocara, pero no fue así. Esa fue, tal vez, la única cosa que hice en mi vida que le agradó. Lo que no esperaba fue la decisión que tomarían a causa de eso.
Una semana después, mis padres me comunicaron que iba a proseguir mis estudios como interna en el convento de las religiosas de la Inmaculada Concepción, el cual estaba en la esquina de las calles de Guerrero y Ateneo, en contra esquina de la plaza San Francisco; frente al Ateneo Fuente y al Templo Bautista. El convento de las inmaculadas tenía una pequeña capilla gótica, con amplias ventanas ojivales que daban a la calle de Guerrero, que mi padre había ayudado a construir con una generosa donación.
No me sentí triste de ser internada ahí, lo sentí como una liberación del ambiente que existía en casa. Creí que lo mejor era alejarme un tiempo para que mi hermana se casara y dejara el hogar. Pensaba que, al no estar mis hermanas en casa, la relación con mis padres mejoraría mucho. No había nada del mundo exterior que pudiera extrañar. Iba a seguir acudiendo al Colegio Josefino, que las hermanas inmaculadas tenían en esa misma cuadra, solo que en vez de entrar por la cuarta calle de De la Fuente entraría por el mismo convento. Ahí podría seguir viendo a mis pocas amigas.