II. 3 CONOCIENDO A OTILIO GONZÁLEZ MORALES
Yo en esa época era muy joven aún para acudir a fiestas y paseos con mis hermanas. También era muy joven para tener novio. Recuerdo que había un muchacho, alto y moreno, que estudiaba en el Ateneo Fuente. Frecuentemente lo miraba cerca del colegio; sabía que estaba esperándome, pero yo siempre iba acompañada de alguien de mi casa y nunca se atrevía a hablarme, solo se limitaba a sonreírme o a saludarme con una ligera inclinación de cabeza. Una vez que estaba en la puerta del colegio, esperando a que llegaran por mí, se acercó y me preguntó mi nombre. No se lo iba a decir, pero me llamó la atención su expresión soñadora, y le respondí:
—Lola. María Dolores Saint Jaques Dávila.
—Ya lo sabía —me respondió sonriendo—. Sé todo de ti. Yo me llamo Otilio González Morales.
No entendí por qué, si ya sabía mi nombre, me lo estaba preguntando. Pero pronto lo supe.
—Quería oír tu voz y saber si era como lo imaginaba.
Estaba a punto de preguntarle si mi voz era lo que imaginaba, pero vi que la sirvienta acababa de dar vuelta en la esquina; no quise arriesgarme a que les contara a mis papás y corrí a alcanzarla. Al llegar donde estaba ella, volteé fugazmente a verlo. Otilio me dedicó una breve sonrisa tímida y alcancé a leer en sus labios tres palabras: "—Sí, lo es".
Nunca me sentí realmente interesada por él, pero me cuidaba que mis papás no se enteraran, porque sabía que les molestaría mucho. Me dirían que era demasiado joven para tener pretendientes; también me dirían que una señorita decente no debía andar noviando en la calle. Tal vez me dijeran que él era gente "meca", no sólo por lo moreno, también por lo pobre. Estudiaba becado en el Ateneo Fuente.
La última vez que lo vi, lo recuerdo muy bien, fue a finales de julio o principios de agosto. Fui con mis hermanas al novenario del Santo Cristo. Al salir de Catedral, ellas se pusieron a platicar con unas amigas, mientras yo me senté a esperarlas en una banca de la Plaza de Armas. De repente llegó Otilio y se sentó a mi lado, pero sin mirarme, y me dijo:
—Ya me voy. Voy a México a estudiar para abogado. Cuando regrese me voy a casar contigo, Lola. Te dejo algo para que no me olvides.
Al decir eso extendió distraídamente su mano hacia mí y me acercó un pequeño sobre. Yo, sin voltear a verlo, lo tomé discretamente y lo guardé. Otilio se levantó y se fue. Antes de perderse entre la muchedumbre volteó y me sonrió con su expresión soñadora.
Cuando me reuní con mis hermanas, Marie Arminde me preguntó:
—¿Con quién hablabas?
—Con nadie, era un loco que hablaba solo –le respondí indiferente.
Al llegar a casa abrí el sobre y leí el mensaje:
"Pasa una rubia, de ojos aceituna, junto a mí:
con los tacones va escribiendo tentaciones;
y yo siento a mi deseo, como un pájaro irascible,
dar debajo del flexible fieltro negro un aleteo".
Ese poema me lo aprendí de memoria de tanto tratar de entenderlo, pero no lo conseguí.
Al no estar yo, el novio de mi hermana se concentró en su cortejo y decidieron no tener un noviazgo muy largo —como se acostumbraba en esa época—, y se casaron a los dos años. De inmediato se fueron a vivir a San Antonio, Texas, porque aún estaba la Revolución y corrían el riesgo de que cualquier ejército se llevara a la fuerza a mi cuñado y lo metiera de soldado. Peores riesgos corrían las mujeres, en especial si eran jóvenes y bonitas. Cada vez que llegaban los revolucionarios a Saltillo nos escondían a todas. En la casa había un pequeño sótano oculto, donde podíamos permanecer varios días. Nunca corrimos peligro real, porque mi padre colgaba de la puerta una bandera francesa y ponía un cartel que decía: Consulat du la Republique Francaise. Luego nos enteramos que varias veces tuvo que dar dinero a distintos jefes revolucionarios para "cooperar" con la Revolución. Ya sea por la bandera, o por la "cooperación", nunca molestaron a mi familia. En el convento de las inmaculadas había una entrada secreta que llevaba a un largo túnel subterráneo, que nunca supe de dónde venía y a dónde iba. Ahí había sillas suficientes para estar cómodas en caso de que los revolucionarios se metieran al convento o al colegio. Sólo una vez nos escondimos ahí, pero fue falsa alarma.
En el internado me hice muy amiga de María Regina Herrera Moro. La había conocido en el Colegio Josefino, pero casi no le hablaba, porque yo era alumna externa y ella era interna. Al estar internadas juntas tuve necesidad de tratarla más; me di cuenta de que era una persona maravillosa, muy dulce y muy bondadosa. Sus padres eran españoles y tenían un negocio de abarrotes en Concepción del Oro, Zacatecas. Ella era su única hija y consideraban que, en ese alejado pueblo minero, corría demasiado peligro por la Revolución, por eso la internaron con las inmaculadas en Saltillo. María Regina me hablaba de que su máximo sueño era ser monja en un convento, pero sus padres se oponían; querían que se casara y les diera muchos nietos. Ella nunca sería capaz de desobedecerlos. Casi al final de la Revolución vinieron sus papás a recogerla al internado, para regresar a Concepción del Oro. Me dio mucha tristeza despedirme de ella, pero más tristeza me dio saber que en el viaje de regreso unos rebeldes habían asaltado el tren y los mataron. No entendí cuando me dijeron que le habían hecho "cosas feas".