Me Vale Madre La Voluntad de Dios

IV.2. LA NOVICIA

No hay ninguna descripción de la foto disponible.

CAPÍTULO IV. EN SALTILLO PARTE 2. LA NOVICIA

No quería ser monja. De eso estaba segura, pero tampoco quería enfrentar a mis padres, especialmente a papá. Algo dentro de mí me advertía que podía traer consecuencias desagradables. También llegué a pensar —¡Dios me perdone!— que mi padre era una persona mayor y su salud se deterioró mucho con los problemas que le ocasionó la Revolución. Sabía que si mamá quedaba viuda iba a necesitar de mí y vendría de inmediato a buscarme.

Estos pensamientos, sumados a los argumentos de sor Marguerite del Divino Tránsito de San José, a sus abrazos y a sus muestras de ternura y de amistad, me convencieron y acepté ser novicia. Yo siempre supe lo que quería hacer y a dónde quería llegar, pero lo tomé como una desviación temporal en mi camino. No tenía idea a dónde me conduciría.

Sor Marguerite escribió a mi padre y, antes de enviar la misiva me la mostró: la carta estaba muy bien. En ella expresaba mi pena, mi dolor, mis reclamaciones, pero aceptaba hacer mis votos como novicia para conocer por mí misma la verdad de una vida religiosa que de antemano estaba rechazando.

Rápidamente fue preparado todo. Quizá ya lo tenían listo, quizá tenían miedo que cambiara de opinión. Hicieron mi blanco hábito de novicia. Se fijó el día y llegó la fecha de la ceremonia.

Antes de la ceremonia me visitaron mi padre y mi madre, y hablé con ellos. Traté de conmoverles, traté de convencerles que me permitieran regresar a casa, pero fue inútil. Se mostraron duros e inflexibles.

Las ceremonias de los primeros votos de una novicia son siempre muy solemnes. Muy formales. Nunca son alegres. Mi ceremonia fue especialmente triste; como si fuera un funeral: el mío. Muchas veces sentí que se me doblaban las rodillas y que iba a caer sobre los peldaños del altar de la capilla de la Inmaculada Concepción de María, pero las religiosas me sostenían y me guiaban en el cumplimiento del ritual de la ceremonia. No puedo contar sobre ella porque no la recuerdo, es como si yo nunca hubiera sido el centro de ella. Estaba como sonámbula. Si las religiosas me conducían, yo caminaba; si el sacerdote me preguntaba, ellas me decían la respuesta.

Ese día fue un día de celebración. Hubo una comida en que estuvieron presentes mis padres, mi hermana y mi cuñado. Todos se desvivieron para que disfrutara la celebración, pero yo apenas escuchaba. Estaba desolada. Cuando mi hermana se despidió me abrazó y me felicitó emocionada por haber elegido ser la monja que “en toda buena familia” debe haber. Mi padre me abrazó muy breve y depositó un frío beso en mi frente. Mi mamá fue torpe y nerviosa al abrazarme, pero nunca me miró a los ojos.

Cuando todos los invitados se retiraron, quedé en medio de la comunidad de mujeres a la que me acababan de asociar. Las conocía a todas, sin embargo me parecían unas completas extrañas. Las religiosas estaban contentas. Me abrazaban diciendo:

—¡Miren qué bonita se ve!

—¡Miren como, con el velo blanco, parece niña de primera comunión!

—¡Miren, se parece a Santa Clarita de Asís!

—¡Miren qué bien se ve vestida con su hábito!

—¡Miren...

Yo apenas había dejado de ser una niña, pero me sorprendió la actitud tan candorosa y tan infantil de muchas religiosas y sus comentarios. Ahí empecé a darme cuenta que la mayoría de las monjas desarrollaban distintas actitudes en la vida. Unas se comportaban con una dulce y cándida inocencia; ellas eran las religiosas que habían profesado por vocación, que creían en Dios y en la Santísima Virgen María. Las otras se comportaban con una amarga y perversa maldad; ellas eran las religiosas que no tenían vocación, eran las que se habían visto obligadas a profesar. No creían en Dios ni en la Virgen, y no tenían temor de que las juzgaran por sus actos. Estas religiosas trataban de compensar su infelicidad tratando de obtener poder en la congregación, para usarlo en su beneficio personal. Que contradictorio era que las malas religiosas terminaran dirigiendo a las buenas religiosas.

Por la noche, al terminar la oración, la madre superiora se presentó en mi celda.

—En verdad —dijo, después de contemplarme un poco—. No sé por qué no te gusta el hábito; te sienta de maravilla y estás encantadora. Hermana Lolita, eres una religiosa muy hermosa y serás muy amada por eso. Vamos anda, sonríe. Mantente derecha, no estés así, triste y encorvada. Anda una sonrisita...

Me trató como a una niña. Me trató como no recuerdo que mi madre me tratara. Luego se sentó junto a mí y me dijo:

—Ya está bien de chiflazones. Ahora hablemos un poco más en serio. Hemos ganado dos años. Tus padres pueden cambiar de opinión y llevarte con ellos, o tal vez tu misma desees quedarte aquí cuando ellos quieran sacarte. No sería nada imposible. Has estado mucho tiempo entre nosotras, pero no conoces aún nuestra vida; sin duda tiene sus penas, pero también sus dulzuras...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.