IV. 3. ENLOQUECIENDO EN EL CONVENTO
La vida en un convento siempre es difícil de soportar por lo austera y aburrida; sin embargo, eso no ocurre en el noviciado. Esa es la etapa más dulce y divertida en la vida de una monja. Una madre de novicias es la hermana más dulce, más bondadosa, más llena de intensa y verdadera fe que se pueda encontrar. Su preocupación es ocultarnos todo lo malo de la vida religiosa. Tiene una misión de convencimiento. Usa la mejor y más sutil seducción. La madre de novicias se encarga de disipar los miedos que te rodean, es la que te consuela, te cuida y te hace sentir segura, pero al mismo tiempo te convence, te domina, te hace perder la voluntad. No lo hace con mala intención. No. Está tan convencida y tan feliz por su vocación, que quiere desarrollarla en las novicias. Quiere hacer que ellas sientan ese "llamado" que ella sintió alguna vez. No creo que exista un alma joven e inexperta capaz de resistir la prueba de esa tentación. El mundo tiene sus trampas, pero no imagino que nadie caiga en ellas tan fácilmente como caen muchas jóvenes novicias en las trampas del convento.
A mi madre de novicias la recuerdo con mucho cariño, era sor Verónica del Divino Rostro de Jesús. Ella se interesó particularmente por mí. Si estornudaba dos veces seguidas me permitía faltar a clases y a los rezos; me dejaba acostarme temprano y levantarme tarde; no me ponía a hacer mi parte correspondiente de los quehaceres domésticos del convento y, en la cocina, se esforzaban por prepararme los platillos que más me agradaran. Con tantas atenciones y comodidades casi llegué a desear que llegara el momento de profesar para siempre como religiosa.
Dentro del convento no había una historia mala y desagradable de Saltillo, de México o del mundo exterior de la que no nos hablaran. Las noticias buenas y agradables las omitían o las desvirtuaban, o inventaban noticias falsas y desagradables. Después nos llevaban a la capilla para hacer alabanzas sin fin y acciones de gracias a Dios por estar a salvo de los peligros del mundo exterior, protegidas por la santidad y pureza del convento.
Se acercaba el momento de profesar. Me volví pensativa, sentí despertar y crecer mi rechazo por la vida conventual. Le confié mi inquietud a sor Verónica del Divino Rostro de Jesús, mi madre de novicias; ella me miró con mucha dulzura y sorpresa. No podía entender cómo una joven no se sentía atraída por esa vida conventual que, para su alma buena y sencilla, era lo mejor del mundo. Me abrazó con ternura y me habló con absoluta sinceridad; me dijo que le hubiera gustado mucho verme profesar de monja, pero que se hubiera sentido especialmente desdichada si yo lo hacía en contra de mi voluntad.
Si todas las monjas fueran como sor Verónica del Divino Rostro de Jesús, creo que no hubiera dudado en profesar como religiosa. Ella era de las religiosas cándidas, dulces e inocentes. Ella era de las ovejas en el convento. Las otras, las amargadas, rencorosas y vengativas eran las lobas. Ellas fingen un papel de dulzura, de sinceridad, de compasión, pero lo hacen con el afán de atraer jóvenes y dinero a su congregación para que pueda seguir existiendo. Pero no les divierte el papel hipócrita que desempeñan, ni las cursilerías que se ven obligadas a decirnos para convencernos, lo cual es algo frecuente y desagradable para ellas. Cuando las ovejas están dentro de la trampa se quitan su careta; se muestran tal y como son y se vengan de las molestias que les ocasionaron, y conducen a muchas de esas jóvenes a una vida de amargura, frustración, desesperación, resentimiento...
En el convento había una de esas monjas que no soportó la vida conventual y se enfermó. Se volvió irracional, rabiosa, loca... Vivía recluida en una celda al fondo del convento. Las religiosas me contaron muchas cosas contradictorias sobre esa religiosa:
—Ya estaba mal de la cabeza cuando llegó...
—Sufrió un gran susto antes de ingresar al convento...
—Tuvo visiones celestiales...
—Dice que está en contacto con los ángeles...
—Leyó cosas pecaminosas que le turbaron el espíritu...
—Le hablaron tan mal de Dios y de la Iglesia, que quedó trastornada...
—Está poseída por el demonio y el infierno...
—Cometió pecados que la enloquecieron...
—Las noticias de la maldad del mundo exterior la trastornaron...
—Somos muy desgraciadas por tenerla en el convento...
—Ella es nuestra cruz, que cargamos con amor y paciencia...
Me dijeron eso y muchas cosas más, pero no supe qué debía creer. Luego me enteré que era hija de un rico hacendado algodonero de La Laguna y que, al morir su padre, había heredado la mitad de la hacienda y pretendía casarse con uno de los capataces, pero su hermano no estuvo de acuerdo. Ella se casó en secreto y quedó embarazada. Su hermano mandó matar al capataz y destruyó los papeles de la boda. Cuando nació una niña, el hermano se la quitó y, para recuperarla, ella aceptó un trato: la niña estudiaría como interna en el colegio de las inmaculadas en Saltillo. Ella profesaría como monja para poder estar cerca de su hija. Nadie sabría que eran madre e hija, pero le permitirían compartir una habitación. El trato funcionó, pero cuando la niña tenía trece años se enfermó y murió; la madre enloqueció de dolor, pero su hermano la dejó aquí para siempre. Cada año enviaba un generoso donativo a la congregación por "darle un refugio y cuidar la salud de su desdichada hermana".