V. 2. EL REBOZO
Estaba frente a frente con la señora. Sonreí y le pregunté:
—¿En que la puedo servir, señora?
—¡Usted a mí me sirve para nada! —me dijo, apretando los dientes.
—¡Perdón, señora! No entiendo —le dije en voz baja.
—¿No entiendes? –me respondió, subiendo el volumen de su voz—. ¿No entiendes o te haces pendeja? — agregó, alzando más la voz.
Todas las conversaciones terminaron. Se hizo un silencio absoluto en la tienda y todas las miradas se centraron en nosotras. Lo malo de ser güera es que nos ruborizamos fácilmente, y yo supe que me puse colorada de vergüenza.
—¡Por favor señora! ¡Está usted equivocada! —traté de replicar.
—¡No, yo no me equivoco! ¡Reconozco muy bien a las de tu tipo! A las que quieren sonsacar a mi marido. —me dijo, tomándome del brazo y llevándome a la calle—. Ya te me estás largando. No quiero putas en mi tienda.
"No, mija —pensé —. No salí de Guatemala para entrar a guatepeor, ni voy a permitir que cualquier pendeja me vuelva a sobajar". Con un ademán decidido me zafé de su mano y la enfrenté mirándola a los ojos. Vi que iba a insultarme, pero no se lo permití, le di una bofetada en la mejilla.
La señora no esperaba mi reacción y, por unos momentos quedó inmóvil, sorprendida, pero de repente se puso a gritar:
—¡Policía, policía! ¡Llamen a los gendarmes! —volteó a ver a su esposo y agregó— ¡Benjamín, no te quedes ahí parado! Manda traer a la policía. ¿No ves que me atacó?
Don Benjamín estaba inmóvil, mirándonos a las dos alternadamente, cuando a mis espaldas oí una voz:
—¡No haga pedo, señora! Usted fue la que la atacó. La dama sólo la puso en su lugar. ¿Verdad que sí, señoras?
Oí varias voces diciendo que sí, y volteé a ver quién me había defendido. Era la mesera de la fonda.
—¡Lárguese! ¡Lárguense las dos! —dijo la señora—. Se ve que son de la misma condición.
Me di la vuelta y me encaminé a la puerta, seguida por la mesera. Vi que la solterona sonreía con burla al verme pasar a su lado; no resistí la tentación de darle la bofetada que merecía también.
Iba furiosa por la calle. Me sentía frustrada por haber perdido mi empleo y ofendida por el trato de la señora. De repente me acordé y me detuve en seco:
—¿Qué pasa? —me preguntó la mesera.
—Mi rebozo. Se quedó en la tienda —le respondí.
—Olvídate de él. Que se lo queden —me dijo.
—Pero... es el único que tengo —le dije con tristeza.
—N'ombre. Este está mejor... y es nuevo —me dijo, dándome un rebozo que sacó de abajo de su delantal.
—¿Te lo robaste de la tienda? —le pregunté, mirándola con asombro.
—¿Qué...? ¿Me crees capaz de robarme un rebozo? —me dijo enojada.
—¡Perdón! —le dije afligida—. Yo pensé que...
—¡Mejor cállate! ¡Me ofendes! ¡Y yo defendiéndote! Soy pobre, pero sería incapaz de robarme un rebozo... —me dijo con expresión de enojo.
Yo me sentí apenada por haberla juzgado así, después de la manera en que me ayudó, e iba a disculparme de nuevo, cuando oí:
—Me robé dos... —agregó, pasando con coquetería, por encima de su hombro, el extremo del rebozo que llevaba puesto.
No lo podía creer. Se robó ¡dos rebozos! y nadie la vio. Incrédula, miré su rebozo y el mío. No podía salir del asombro. Empecé a mover la cabeza en señal de reproche.
—No. No está bien —le dije.
—¡Claro que está bien! Es lo menos que merecen por la forma en que nos trataron... Que te trataron...
—No. No está bien —le repetí—. El rebozo verde combina mejor con misojos. ¿Me lo cambias?