VI.2. EL PENDEJO DE SANJUAN DE DIOS
Una de las señoras que vino a visitarme era una conocida de nuestra familia: doña Gregoria Flores de Garza, la viuda de un próspero comerciante de la calle de Iturbide. Ella iba todos los días a la primera misa de la Catedral de Santiago y se confesaba y comulgaba a diario. Todas las tardes rezaba el rosario en la capilla del Santo Cristo. Era una anciana vestida de negro que usaba una enorme medalla de oro del Sagrado Corazón de Jesús.
Siempre era acompañada por su hijo menor, llamado Sanjuan de Dios, un señor de unos cuarenta años; era alto y delgado, de mirada opaca y aburrida, que sólo se iluminaba al hablar de religión. Al igual que su madre, vestía siempre de negro. La anciana me habló con fervor y alegría de sus hijos que habían abrazado la vida religiosa; tenía dos hijos sacerdotes y tres hijas monjas. Decía que Dios se los había prestado temporalmente y que ella había cumplido la misión de cuidarlos y educarlos, para luego devolvérselos y se consagraran a servirlo como religiosos. Recuerdo que pensé que Dios mandaba a los hijos para que los padres los cuidaran y educaran y, que, al crecer, ellos eligieran el camino que los llevara a una vida de felicidad.
Doña Gregoria puso un acento de tristeza en su voz al hablar del infortunio de su hijo menor, quien no tuvo la dicha de ser sacerdote, pues, al ser el último de sus hijos, le correspondía la sagrada (y enfatizó esa palabra: sa-gra-da) obligación de cumplir el mandamiento de honrar a sus padres, y se había consagrado a cuidarla en su vejez y a manejar el negocio familiar, el cual habían tenido que cerrar, pues no lo podía atender adecuadamente por consagrar su vida a su madre y a Dios. También había renunciado a casarse, por no encontrar a una señorita piadosa, de moral intachable y buenas costumbres que fuera digna de ser su esposa. La cara de doña Gregoria se iluminaba al hablar de la vida de castidad y devoción religiosa que llevaba su hijo, pero él parecía no oír, sólo tenía la mirada perdida en la ventana, mientras sus dedos jugueteaban con un rosario de oro.
Doña Gregoria nunca me habló de Manuela, la menor de las hijas, la que se atrevió a desobedecerla y se negó rotundamente a imitar a sus hermanas e ingresar a un convento, o a quedarse soltera para cuidar su vejez; la que, con el apoyo secreto de su padre, se casó con un abarrotero de Parras y se fue a vivir allá. Para doña Gregoria, su hija Manuela estaba muerta. Pero cuando se enteró que su esposo había apoyado la rebeldía de su hija, se dedicó a reprochárselo día y noche, hasta que el pobre hombre se murió. El día del sepelio no le permitió a Manuela entrar a despedirse de su difunto padre, y la acusó de que su desobediencia había causado la muerte de su santo marido.
Me acuerdo que alguna vez, Sanjuan de Dios intentó cortejar a mi hermana mayor, Marie Louise. Le enviaba misales, rosarios, estampitas religiosas y crucifijos. Mi hermana se reía y decía:
—Ya me parece que ando de novia con el monaguillo o el sacristán.
Una vez le mandó con la criada un ramo de azucenas blancas con un sobre que contenía unos versos que, según él, le escribió, pero que yo ya había leído alguna vez en un libro de poesías, pero no recuerdo el autor:
Pues bien, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero,
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto,
y al grito que te imploro
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
¡Que hermoso sería
vivir bajo un mismo techo
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos, un alma sola,
los dos, un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un dios!
—"¡Mi madre como un Dios!"
Cuando Marie Louise leyó lo de "mi madre como un Dios" se echó a reír ruidosamente.
—Ya me imagino a doña Gregoria —dijo—, siempre de metiche y de mal tercio en nuestra relación. ¡Ni Dios lo quiera!
Ni Dios lo quiso, y mucho menos lo quiso mi papá. Él no tragaba al mocho de Sanjuan de Dios. Decía que era un güevón, que era un hijo de mami que no sabía lo que quería en la vida. Que una semana compraba una bicicleta y a las dos semanas la vendía y compraba una jaula con pericos, luego los cambiaba por un perro, un caballo o unos gallos de pelea. Que cerró la tienda por no levantarse temprano y porque nada entendía del negocio. Papá decía que no estaba criando hijas para dárselas a "cualquier pendejo". Tampoco tragaba a doña Gregoria, en especial desde una vez que nos invitó a su casa, a una comida por su cumpleaños. Recuerdo que éramos unos veinte invitados sentados en la enorme mesa del comedor. Cuando sirvieron la comida, doña Gregoria se puso de pie para bendecir los alimentos, pero fue una oración muy larga, ¡demasiado larga! y, no conforme con eso, fue pasando con cada uno de los invitados y colocaba sus manos sobre sus cabezas e invocaba al Santo Espíritu de Dios para ungirlos de su santidad. También pedía, para cada uno, la bendición de María Santísima. Recuerdo que vi los ojos azules de mi papá echar chispas mientras aguantaba las manos de doña Gregoria en su cabeza. Para cuando terminó las bendiciones, la comida estaba fría, pero ella ni se dio cuenta... aún estaba en éxtasis religioso.
Cuando llegamos a casa mi papá aún estaba chirriando de coraje y echando chispas por esa "beata y santurrona que come santos y caga diablos". Nunca más volvimos a aceptar una invitación de la piadosa señora, ni acudimos a ninguna comida a la que ella fuera invitada, porque siempre era la protagonista religiosa de la reunión. No importaba que hubiera un sacerdote o, incluso, el señor obispo. Doña Gregoria se consideraba a sí misma como la representante personal de Dios en cualquier evento.