VI. 3. ENFRENTAMIENTO DE VOLUNTADES
Era un constante ir y venir de personas interesadas en decidir cómo debía vivir mi vida; en convencerme de que yo profesara como monja. También vino mi padre, más frío y distante que antes. Me habló de sus problemas económicos y de lo difícil que eso hacía que yo pudiera conseguir un marido adecuado; de lo incorrecto que era que una señorita de mi clase social tuviera que trabajar y exponerse a la falta de respeto de los hombres. Se despidió de mí sin abrazarme, sin besarme, sólo volteó la cara para recordarme mi deber de hija obediente y mi obligación de cuidar el honor de la familia.
Mis hermanas daban por hecho el que yo quisiera profesar, y me escribieron y me felicitaron por mi decisión de ingresar al convento, expresaban lo orgullosas que se sentían de tener una monja en la familia. Mi madre fue la última en aparecer. A pesar de mis llantos y mis ruegos intentó convencerme de tomar los hábitos. Yo resistía todos los intentos. Estaba firme en mi voluntad. Todo fue inútil, fijaron la fecha para la ceremonia de profesión. No pidieron mi consentimiento; como sabían que no iban a obtenerlo decidieron prescindir de él.
A partir de este momento fui recluida en mi habitación. No me permitieron recibir más visitas ni hablar con las demás religiosas, ni con la madre superiora, ni con la madre de novicias. Sólo me permitían salir para ir a las letrinas. Mis alimentos me los llevaban a la celda, pero en silencio, siempre en silencio. También me llevaban un poco de agua para mi higiene personal.
Era un enfrentamiento de voluntades en la que claramente estaba en desventaja; no tenía quién me ayudara ni intercediera por mí. Yo no quería ser monja, de eso estaba bien segura; pero también estaba segura de que no podía aguantar ese encierro, esa soledad. No sabía cuánto podía durar, ni sabía lo que podría sucederme.
Con tal de acabar con esa incertidumbre decidí fingir aceptación. Le mandé avisar a la madre superiora que aceptaba su decisión, que no tenía caso oponerme a la voluntad de mis padres, que estaba conforme con ser monja y tomaría los hábitos cuando lo dispusieran. No tenía intención de profesar, solo pensaba en salir del encierro y de la soledad de mi celda.
¡Santo remedio! ¡Todo cambió! Todo se llenó de júbilo y alegría. Volví a ser la consentida del convento. La novicia preferida. Volvieron los abrazos, los afectos, las consideraciones y los halagos. Todas las hermanas estaban felices. Decían que "Dios había tocado mi corazón", "que sería la religiosa ideal", "que era lo que todo el mundo había esperado siempre". La madre de novicias, con lágrimas de felicidad en los ojos, me dijo que nunca había visto en ninguna de las novicias tantas aptitudes, como las mías, para ser la religiosa perfecta, pero que era normal que las mejores religiosas pasaran por momentos de duda y vacilación; que el diablo era capaz de sugestionar al espíritu más santo con tal de desviarlo del buen camino. Que mi fe había superado la prueba y había logrado escapar de su maligna influencia; que de ahí en adelante mi vida sería un camino de amor, de paz y de dicha que me llevaría a la salvación y a la vida eterna.
Controlé mi conducta, fui dócil y prudente. Mis padres vinieron a visitarme. Mi padre me habló fríamente para reprocharme lo terca que había sido con mi negativa. Mi madre me abrazó y me dio las gracias por mi decisión. También me visitó Marie Louise. Trajo a sus hijos, mis sobrinos; ella estaba realmente contenta. Muchos conocidos de la familia me enviaron cartas de congratulación por mi "bendita" decisión.
La noche anterior a la ceremonia de profesión no pude dormir, me la pasé rezando a Cristo Crucificado; le pedía auxilio, le pedía valor. También le recé a la Virgen. En mi celda tenía dos imágenes: la de la Virgen de Guadalupe y la de la Virgen de los Dolores. Una volteaba para un lado y otra miraba hacia abajo. Tuve la sensación de que ninguna me vio ni me oyó; que a ninguna le importé. Hubo un tiempo en que dejé de creer en la Virgen, porque las monjas siempre me decían que la Virgen María era su modelo a seguir, y no podía evitar pensar que, si ellas la imitaban, la Virgen era mala, intolerante, rencorosa, vengativa, amargada e insensible. Luego, con el tiempo, comprendí que el problema no estaba en la Virgen María, sino en sus malas seguidoras. Años después, cuando tuve dinero, le encargué a un pintor que me hiciera dos imágenes, una de la Virgen de Guadalupe, mirando de frente y sonriendo. Otra, de la Virgen de los Dolores; también mirando de frente, con lágrimas en los ojos, pero con una dulce sonrisa en su expresión. Quería sentir que me dijera: "Yo también sufro, pero comprendo tu sufrir y voy a rogar a Dios por ti".
Nunca quise la imagen de Cristo muerto o agonizando. En vez de darme consuelo me atormentaba, pues recordaba a las monjas, del catecismo y del colegio, recalcarme, una y otra vez, que Jesucristo había muerto por mis pecados, por mi culpa. ¿Qué pecado, qué culpa, podía tener una niña de ocho años?
El día de la ceremonia de profesión, desde el vecino templo de San Francisco, oí tocar las campanas, volví a sentir que llamaban a mi misa de difuntos. Sentí una opresión en la boca del estómago y pensé que mi corazón se iba a detener. Ojalá lo hubiera hecho.