Me Vale Madre La Voluntad de Dios

VI.4. LA CEREMONIA

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CAPÍTULO VI. EN SALTILLO PARTE 4. LA CEREMONIA

Las hermanas vinieron a prepararme. Me pusieron un vestido blanco, una corona de azahares y un velo en la cara. Todas me decían que parecía una novia, pero yo me sentía como un fantasma de una muerta viva. La ceremonia de profesión de una monja es emocionante para una joven que siente vocación religiosa, pero para mí era demasiado solemne, pesada, asfixiante.

Escoltada por las religiosas, me condujeron a la pequeña capilla del convento, donde se celebraría la santa misa. El sacerdote, quien pensaba que yo estaba ahí impulsada por el profundo deseo de profesar, me echó un largo sermón en el que elogiaba mi vocación, mi gracia, mi valor, mi fervor y la gran felicidad que el destino me deparaba. Tan elocuentes fueron sus palabras, que, por un momento, dudé de mi decisión, pero solo fue un chispazo de incertidumbre. Estaba realmente convencida de que carecía de todo lo que era preciso tener para ser una buena religiosa. Cuando tuve que acercarme al altar, para pronunciar los votos de mi compro­miso religioso, sentí que mis piernas se doblaban. Dos religiosas me sostuvieron por debajo de los brazos y me llevaron casi en vilo al altar. De entre los asistentes se oyeron murmullos, suspiros y sollozos, pero no de mis padres, ellos estaban silenciosos e impasibles. Todo el mundo estaba de pie. Se hizo un gran silencio cuando el sacerdote me preguntó:

—María Dolores Saint Jaques Dávila, ¿prometes decir la verdad?

—Lo prometo.

—¿Estás aquí por tu libre voluntad?

Yo iba a responder «no»; pero las monjas que me sostenían respondieron «sí» por mí.

—María Dolores Saint Jaques, ¿prometes a Dios castidad, pobreza y obediencia?

Yo titubeé un momento; el sacerdote esperó y res­pondí:

—No, señor.

Insistió, otra vez:

—María Dolores Saint Jaques Dávila, ¿prometes a Dios castidad, pobreza y obediencia?

Le respondí con voz más firme:

—No, señor, no.

El sacerdote se detuvo y me dijo:

—Hija mía, tranquilízate y escúchame…

—Padre —le interrumpí—, me pregunta si prometo a Dios castidad, pobreza y obediencia; le he oído bien, y le respondo que no...

Me volví hacia los asistentes, entre los que se había elevado un gran murmullo, hice ademán de querer hablar. El murmullo cesó y dije:

—Papá, mamá, señores, no quiero ser monja...

Al decir estas palabras, las religiosas me rodearon y me sacaron por la puerta de la sacristía. Ya no pude seguir hablando pues me colmaron de reproches que yo escuché sin decir una palabra. Fui conducida a mi pequeña habitación, donde me encerraron bajo llave.

Allí, sola, volví a considerar mi decisión y no me arrepentí en absoluto de ella. Pensé que, después del escándalo que había dado, era imposible que permaneciera en ese convento, y que mis padres no se atreverían a volverme a internar en contra de mi voluntad. No sabía qué sería de mi vida, pero sabía que no había nada peor que ser religiosa contra la propia voluntad.

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