CAPÍTULO VII. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 2. NOVIANDO EN EL ESTABLO
Mientras esperábamos a Altagracia, Fabi se dio tiempo de platicarme su infancia en su pueblo. Me dio mucha risa como platicó que, desde chiquito, le gustaba jugar con muñecas y “trastesitos”, en vez de canicas, papalotes y trompos, pero me dio tristeza cuando contó los cintarazos que le daba su papá cuando lo sorprendía en juegos de niñas. Platicó de las burlas que le hacían los demás niños, pero lo hizo con tanta gracia y descaro que no supe si ponerme a llorar o reír.
Me platicó que a los quince años tuvo un novio en el rancho. Me habló de lo guapo, cariñoso y macho que era, y cómo se veían a escondidas en la huerta, el barranco, la nopalera o el corral. Cuando narró eso yo me sentí triste, porque tenía veintiocho años y nunca había tenido novio, y él, siendo hombre, tuvo novio a los quince. Pero me sentí indignada cuando me platicó que un día lo sorprendieron “agarrándole la mazacuata” a su novio, y que sintió muy feo cuando su “novio” se defendió diciendo:
—“¡Este pinche maricón! ¡Nomás me descuido y me mete mano!”
Le dio mucha risa cuando me contó eso y me dijo:
—¡Imagínate lo descuidado que ha de haber estado el cabrón, que, cuando nos sorprendieron en el establo, estaba sin camisa y con los pantalones a la rodilla!
Se puso triste al decir que le dolió mucho la actitud de su novio; que incluso le dolió más que la paliza que le pusieron varios muchachos de su pueblo, entre ellos su ex “novio”, al día siguiente; y que le dolió aún más que cuando su papá lo corrió del rancho por “maricón”. Su mamá no lo pudo defender. Solo le pudo dar un par de pesos, y la dirección de una comadre en San Luis, quien fue la que le ayudó y le enseñó a coser ropa.
Al preguntarle si nunca volvió a tener “novio”, me respondió:
—¿Claro que sí, reina! ¡Al cuerpo hay que darle lo que pide! Siempre tengo al menos uno. Y no cualquier pelado ¡No, reina! ¡Peladazos que ni te imaginas! Lo único que exigen es que nadie se entere. Mucho menos la esposa.
Estaba pensando en cómo un hombre casado podía prestarse a eso, cuando entró Altagracia cargando a una niña muy bonita, de unos tres años de edad, pelo oscuro y piel muy blanca. Nunca imaginé su respuesta cuando le pregunté quién era.
—Es Romi. Romelia. Mi hija.
De regreso a la vivienda, Altagracia me mostró donde estaban las cosas de la cocina, mientras preparaba algo de cenar. Mientras las tres estabamos cenando, percibí que Altagracia era muy cuidadosa con la niña, mas no era muy cariñosa, pero pensé que era una falsa impresión. Antes de acostarme lavé mi fondo, mi corpiño y mis calzones, y los puse a secar colgados cerca de la ventana.
Al levantarme al día siguiente, vi que la vivienda de Altagracia estaba bien arreglada, pero no tanto como la de Fabi. Tenía pocos muebles, pero se veían de muy buena calidad, lo mismo que las cortinas, cuadros y trastos de cocina.
Mientras Altagracia se despertaba, tomé a la niña en brazos y salí a ver el resto de la casa. Incluso, el segundo patio estaba limpio y arreglado. Para nada era la idea que tenía de una vecindad. Salimos a la calle, y estaba más limpia y bonita que muchas de las calles del centro de Saltillo.
Cuando Altagracia se despertó, le pregunté qué quería que preparara de almorzar, pero se negó diciendo:
—Yo cocino y sirvo mesas de lunes a sábado. Los domingos me gusta que me sirvan en la mesa. ¡Vamos a almorzar al mercado!
Mientras nos arreglábamos le di un pan con leche a Romi, para espantarle el hambre. Arreglarnos es un decir, porque yo traía puesto mi único vestido. Lo bueno es que la ropa interior sí se secó. La que se arregló fue Altagracia. Eligió unas enaguas blancas, una falda amplia que le llegaba a la mitad del tobillo y una blusa bordada. El cabello se lo recogió en una cola de caballo que se anudó con un lazo de tela de colores. Se pintó los labios de rojo y me ofreció un carmín rosa diciéndome:
—Ponte un poco. Traes cara de muerto fresco.
Yo jamás me había pintado los labios y me puse un poco. Altagracia me dijo que me veía muy bonita, pero yo no lo creí. A la niña le puso un vestidito amarillo y unos huarachitos. Le hizo dos colitas en el pelo.
Antes de salir, Altagracia tomó su rebozo nuevo (el robado) y se lo echó por la espalda, sosteniendo sus extremos en los brazos. Yo también tomé mi rebozo nuevo, pero más por tapar mi feo vestido gris que por lucirlo, y salimos a la calle.
Caminamos rumbo al centro. Pasamos frente a varias iglesias, pero seguían cerradas. Aún no se reanudaban los servicios religiosos. Altagracia me iba diciendo el nombre de los templos, plazas, escuelas y edificios por dónde pasábamos. Había mucha gente en las calles, y nos miraban al pasar. Bueno, miraban a Altagracia, no a mí. Había muchachas más bonitas que ella, pero Altagracia hacía honor a su nombre y caminaba con una seguridad y donaire que llamaban la atención.