CAPÍTULO IX. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 3. LA MUERTE DE LAS SEÑORITAS ESCANDÓN
Cuando el capitán Eduardo Escandón regresó de Sonora y llegó a ver a sus tías, ellas se sintieron felices, pues era el hombre de la casa, pero les extrañó un poco el obsequio que les llevaba: una niña para que les hiciera compañía. Ellas ya estaban muy viejas para tener instintos maternales, y la niña estaba muy grande para inspirarlos. La única que realmente se emocionó fue Trinidad. Ella se hubiera emocionado hasta con una tortuga.
Quién sabe si el capitán Escandón les contó la historia de Altagracia, pero fue muy claro al decirles que no la llevaba para que fuera la sirvienta; la llevaba para que hicieran con ella obras que fueran agradables a Dios, y se las tomara a favor a la hora de rendirle cuentas.
Por una u otra razón, Altagracia no estuvo de sirvienta con las Escandón. Colaboraba con los quehaceres domésticos, porque sabía que era lo justo, y lo siguió haciendo con gusto a medida que las Escandón envejecían y perdían vitalidad. La parte más pesada del quehacer —lavar y planchar— la realizaba una sirvienta. Quizá las ancianas no fueron muy cariñosas con ella, pero la trataron con afecto y consideración. Sólo una vez se molestaron con ella; fue cuando la oyeron cantar una cancioncilla, cuyo significado ella desconocía:
Alegre el marinero,
con voz pausada canta,
y el ancla ya levanta,
con extraño rumor.
La nave va en los mares,
botando cual pelota,
adiós mamá Carlota,
adiós mi tierno amor.
En un principio, Altagracia hablaba poco español, pero lo aprendió rápidamente. Cuando alguna de las Escandón daba sus clases de francés, Altagracia estaba presente, por si algo se ofrecía. Un día, sin querer, sorprendió a las Escandón, y se sorprendió ella misma cuando Leonor hizo una pregunta en francés a sus hermanas, y la respondió Altagracia en perfecto francés. De ahí en adelante, las señoritas Escandón la usaban para dar la bienvenida en francés a sus posibles nuevas clientas, y para convencerlas, diciéndoles:
—Si pudimos enseñar francés a una india yaqui, ¿imagínese qué haremos con su hija, que es tan fina y encantadora?
Claro que las Escandón sabían que Altagracia aprendió sola, por lista que era, y que había señoritas muy finas y encantadoras que nunca aprenderían tan fácilmente.
Altagracia también aprendió a leer en español, pero nunca aprendió a escribir. Nunca tuvo tiempo para aprender a manipular el lápiz y hacer sus planas de bolitas y palitos. Aprendió español y francés, pero nunca dejó de pensar en yaqui.
Cuando los hombres empezaron a fijarse en ella, Altagracia supo que tenía algo que ellos buscaban, y que debía ser más lista que ellos para no perder en su juego. Lo primero que hizo fue aprender a poner ella las reglas y condiciones; lo segundo fue ir con una hierbera para que le enseñara remedios para no embarazarse. En los diez años que vivió con las Escandón, ella siempre apareció como una muchacha decente, y lo era, porque, socialmente, la decencia no se tiene, se aparenta, y ella era muy lista para aparentar lo que le convenía.
Un sábado de febrero de 1913, Leonor y Sagrario fueron a misa, temprano en la mañana, al templo expiatorio de San Felipe de Jesús. Trinidad no las acompañó porque se sentía indispuesta. De rato se empezaron a oír balazos por el rumbo de Palacio Nacional, y de poco se hicieron más intensos y hasta cañonazos se oían. Los negocios cerraron sus puertas, y la gente que pasaba decía que el ejército se había rebelado contra el presidente Madero. Pasaron las horas y las dos ancianas no regresaban. Los combates en las calles se hicieron más intensos y así duraron varios días; Leonor y Sagrario seguían sin aparecer. Los cadáveres se empezaron a acumular en las calles, a descomponerse y a oler mal. El ejército hizo un alto al fuego para que grupos de trabajadores buscaran a los heridos y recogieran los cadáveres para quemarlos.
Altagracia se armó de valor y salió a buscar a las ancianas. A dos cuadras de la casa vio dos bultos negros tirados en una banqueta. Eran los cadáveres de las ancianas. Le dio una moneda a un muchachillo para que fuera a avisarle al capitán Escandón y mandara recoger los cuerpos. Ella se quedó ahí, cuidándolos, para evitar que los recogieran y los llevaran a quemar. Un par de horas después, llegaron dos ancianos con una carretilla de mano y se llevaron los cuerpos. Eduardo no pudo conseguirles ataúdes ni hacerles velorio, por el grado de descomposición que tenían los cuerpos. Usó dos tapetes de la casa para envolver los cuerpos y les dio cristiana sepultura en el panteón del Tepeyac.
Los combates contra Madero duraron diez días. Al final, Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez renunciaron para que los dejaran exiliarse a Cuba, pero el general Victoriano Huerta ordenó matarlos al día siguiente.
A consecuencia de esa rebelión también empezó a morir la señorita Trinidad Escandón; se vistió de luto, perdió su habitual alegría y dejó de acudir a reuniones. Solo salía cada tarde para ir a misa. Se dejó consumir por la tristeza de no haber podido despedirse de sus hermanas. En las noches no quería quedarse sola en su recámara, a menos que Altagracia dejara una vela encendida en su buró. Más de un año duró la agonía de Trinidad. Un día, casi al final de su existencia, se atrevió a preguntar a Altagracia: