CAPÍTULO X. EN SALTILLO PARTE 2. PUEBLO CHICO, CHISME GRANDE
Mi madre apretó los brazos contra su pecho como si abrazara a un bebé y se echó a llorar desconsoladamente. Me levanté de mi silla y fui a su lado, llorando también, y la abracé, pero me empujó con tal violencia que caí al suelo. Me gritó:
—¡Ahora ya lo sabes! El médico llegó, pero nada podía hacer contra la pulmonía del niño. Cuando tu padre llegó, imaginó de inmediato lo sucedido, lo único que hizo fue preguntarme quién había sido. Nunca encontraron a ese Evaristo Garza. Unos decían que estaba de soldado. A veces decían que era minero. Una vez dijeron verlo en los ferrocarriles. Nunca más se supo de él. ¡Nunca supe por qué me hizo eso! ¡Ojalá esté muerto ese malnacido! Mi niño murió al día siguiente, y nueve meses después naciste tú. ¡Yo sabía de quién eras hija! ¡Tu padre sabía de quién eras hija! ¡Tú sabías de quién eras hija! —me gritó con odio—. Pero nadie supo de quién eras hija. Nunca nos atrevimos a denunciar nuestra vergüenza y nuestra humillación. Nunca pude tener el hijo que tu padre deseaba. Jamás volvió a tocarme. Desde entonces hemos tenido recámaras separadas.
No supe que decir. Me levanté del piso. Siempre quise saber la verdad, pero ahora que la sabía hubiera preferido ignorarla siempre. Hay verdades que resultan más dolorosas que el desamor y la indiferencia de los padres. Mi madre pareció serenarse cuando me dijo:
—Nunca hice daño a nadie. Nunca cometí una falta que tuviera que pagar de semejante manera. A pesar de todo tú eres mi hija y yo soy tu madre, pero por parte de tu padre nada tienes y nada puedes esperar. Lo poco que yo te puedo dar lo robo de lo que tu padre me da, lo robo de lo que les corresponde a tus hermanas. Quiero ayudarte. Quiero hacer algo por ti. No quiero que Dios me lo reproche al morir. Ya bastante sufrí en esta vida, y no quiero que tú sufras en la tuya. Convencí a tu padre de que pusiera a disposición del convento una casa, cuyas rentas aseguren que tú no pasarás trabajos y carencias. Sólo puso una condición: que, si tú abandonas el convento antes de diez años, la casa volverá a ser de su propiedad, y que si lo abandonas después de diez años pasará a ser propiedad del convento. Yo he vendido muchas de mis joyas, casi no compro ropa, no tengo la vida social que quisiera. He renunciado a muchas cosas por ti. Lo que tengo ahorrado es para que tú tengas, además, una pequeña pensión que te permita darte algunos gustos y comodidades en el convento.
—Mamá —me atreví a interrumpirla—, no es necesario que profese de monja, me puedo casar. Yo sé que no voy a recibir herencia, pero en Saltillo hay muchos muchachos de buena familia que me tomarían gustosos como esposa por lo que yo soy, no por lo que tengo. No soy fea, y sé que mi carácter, mi educación, mi figura y mi talento es atractivo para muchos.
—No. Eso nunca ocurrirá —me respondió—. Con el escándalo que hiciste al negarte a profesar, echaste a perder todo. Nadie de sociedad, en Saltillo, puede entender ni aceptar como una muchacha pueda atreverse a desafiar las normas sociales. A los hombres les gustan las mujeres valientes, las mujeres atrevidas, como las que trabajan en los burdeles de la calle de Terán, pero no quieren una mujer así como esposa…
—Pero no tiene que ser un hombre rico —me atreví a interrumpirla—, puede ser un hombre pobre, pero que sea bueno, decente, trabajador. Un hombre que me ame y quiera formar una familia conmigo.
—¡No! ¡Eso jamás! —me respondió, mirándome a los ojos—. A pesar de todo llevas el apellido Saint Jaques y eres una Dávila Narro, y no vamos a permitir que nuestra familia emparente con gente meca; con alguien que no sea de los nuestros. Además —continuó hablando— parece que no entiendes la verdadera importancia del problema: si te casas vas a seguir formando parte de nuestra familia; y si tienes hijos, tu padre y yo vamos a tener nietos, que con su presencia nos van a recordar constantemente nuestra tragedia.
—¿Puedo al menos irme a Arteaga a vivir con mis abuelos? Ellos me quieren mucho.
—¿Para qué? ¿Para que empiecen los chismes y murmuraciones? Ya sabes el dicho: “Pueblo chico, chisme grande”, y Saltillo no es un pueblo chico, pero el chisme es el principal pasatiempo de los saltillenses.
—Entonces, mamá, ¿debo entrar al convento?
—No hay otra solución —me dijo con un tono de impaciencia—, a menos que tu intención sea permanecer en esta casa para recordarme siempre mi tragedia. Para que tu padre te mire como lo que eres: una bastarda. Para que compartas con tus hermanas un apellido que a ellas les corresponde por derecho, pero que tú llevas por el crimen y la violencia. Quiero vivir en paz mis últimos años, quiero recuperar el afecto de mi esposo, que con tu presencia en este hogar se convierte en mudo reproche. Dime, hija ¿es mucho lo que te pido?, ¿es qué acaso ni siquiera eso me he ganado?
Sentí que todo estaba perdido. Mi destino estaba trazado. Lo único podía hacer era aceptarlo con humildad y resignación.
—Mamá —le dije—, esté tranquila, yo haré todo lo que usted quiera.