Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XI.2. DOÑA AMPARITO

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CAPÍTULO X. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 2. DOÑA AMPARITO

El dolor de cabeza se me quitó de inmediato, no sé si por el té, el chiquiador de laurel o por la conversación. Me intrigaba saber quién era el hombre, y a la vez me incomodaba que Altagracia recibiera en su casa a un hombre que no fuera su marido. Eso no era apropiado para una mujer decente. Me dejé llevar por estos prejuicios y le dije a Fabi:

—Es que no es correcto lo que hace. Eso no es decente. ¿Qué dirá la gente?

Fabi me miró con asombro y luego se soltó riendo, y me dijo:

—¡No seas mojigata y santurrona! La única indecencia en esta vida es hacer mal al prójimo, y Altagracia a nadie hace daño. ¿Qué dirá la gente? ¡Que te valga madre lo que diga la gente! Ya estás como doña Amparito.

No sabía quién era doña Amparito y le pregunté a Fabi.

—Doña Amparito vivía en una hacienda, pero, como muchas personas en la Revolución, perdió todo: riqueza, familia, hijos… y terminó viviendo en el departamento en que ahora viven ustedes, pero nunca dejó de considerar que ella tenía el derecho de decidir lo que era decente e indecente en la vida de los demás. Cuando Altagracia llegó traía a Romi recién nacida, y le permitieron ocupar los cuartos del corral a cambio de barrer los patios, la banqueta y tener limpios los sanitarios. Altagracia cumplía sus tareas a la perfección —continuó platicando Fabi— pero doña Amparito siempre le encontraba fallas a su trabajo. Lo que más le molestaba era que Altagracia fuera madre soltera.

—¿Nunca estuvo casada Altagracia? —le pregunté a Fabi.

—No. Altagracia pudo mentir y decir que era viuda o abandonada, pero nunca lo hizo, ni para evitar las habladurías. Cuando la niña cumplió un año —continuó Fabi—, Altagracia empezó a trabajar en la fonda de doña Malena, se pudo cambiar a una vivienda del segundo patio y dejó de hacer la limpieza. Tampoco eso le pareció a doña Amparito. Ahora le molestaba que una india estuviera de inquilina en la casa. A Altagracia, tú ya la conoces, —me dijo Fabi— no le importa lo que la gente diga o piense de ella, pasaba al lado de doña Amparito y la saludaba con educación, aunque ella no le respondiera el saludo.

Cuando oí eso, me pregunté si yo sería capaz de reaccionar igual que Altagracia, y supe que no sería capaz de hacerlo. Aunque conozco la frase que dice “El honor es de quien lo da, no de quien lo recibe”, aplico el dicho de “No hagas gente a quién no lo es”.

Seguí escuchando a Fabi:

—Cuando doña Amparito puso el grito en el cielo, fue cuando se dio cuenta de que a Altagracia la empezó a visitar ese señor. Decía que la casa se iba a convertir en una casa de putas por culpa de esa india. Altagracia siguió ignorando la mala voluntad de doña Amparito y siguió siendo educada, pero la señora hizo que todos los vecinos firmaran una petición al dueño de la casa, pidiendo que la desalojaran. Yo no quise firmar —me aclaró Fabi, mientras me servía otra taza de té, antes de continuar su relato.

—El día que le avisaron a Altagracia que era su último mes en la casa, volvió a pasar y a saludar educadamente a doña Amparito, pero ella no resistió la oportunidad de mostrar su triunfo y le dijo:

—Que bien que ya te vas a ir. Vete a dónde te corresponde. Esta es una casa para gente bien. Para gente decente, no para mujerzuelas como tú.

—Cuando Altagracia oyó eso, se detuvo en seco y se regresó —continuó narrando Fabi—. Yo tenía miedo de que fuera a desgreñar a doña Amparito, y me acerqué a impedirlo, pero no. Altagracia, muy serena, le dijo:




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