SEGÚN LAS ESTADÍSTICAS DE ESTA PUBLICACIÓN, HAY LECTORES QUE SE HAN SALTADO ALGUNAS PARTES. ESPERO QUE NO SEA USTED, PORQUE LUEGO NO LE VA A ENTENDER A LAS SIGUIENTES PARTES, Y, SOBRETODO, AL FINAL.
¡MUCHAS GRACIAS POR LEER MI NOVELA!
A MIS 65 AÑOS DE EDAD, ESO LE DA EMOCIÓN A MI VIDA.
CAPÍTULO X. EN SALTILLO PARTE 2. SOR CAYETANA DE SAN JUAN NEPOMUCENO
A pesar de todo, la tarde anterior a la ceremonia de mi profesión de votos perpetuos, experimenté una tristeza tan intensa que fui a buscar a la madre Martha, pero ella estaba igual de triste que yo. Me dijo:
—Siento como si Dios no me escuchara cuando le hablo de ti, cuando le pido que me dé sabiduría para tomar la decisión correcta, pero es inútil. No encuentro las palabras que sirvan para guiarte y darte consuelo, porque tampoco encuentro las que me guíen y consuelen a mí.
Me puse a llorar, y ella también. Me abrazó con ternura y me dijo:
—Todas las muchachas que he visto profesar lo hacen con mucha inquietud, pero nadie me ha causado tanta preocupación como tú. Lo que más deseo es que seas feliz. Ve a descansar y reza, que yo también rezaré toda la noche. Mañana que venga tu madre hablaré con ella.
Al día siguiente, me despertó cuando entró a mi celda. Se sentó al borde de mi cama. Su semblante mostraba inquietud, tristeza y dolor, pero trataba de sonreír. Me preguntó:
—¿Has dormido bien, Lolita?
—Muy bien, madre, gracias a Dios.
—¿Cómo te sientes?
—Estoy aturdida. Acepto mi destino sin gusto, pero también sin repugnancia. Me gustaría tener la vocación, la fe, la devoción que he visto en otras hermanas, pero mentiría si le dijera que las siento. Estoy consciente de que es mi único camino y lo acepto resignada. Pero al menos siento que sus palabras me reconfortan y dan valor, madre.
—Yo no he venido para hablarte, sino para verte y escucharte. Espero a tu madre, y es con ella con quien quiero hablar antes de la ceremonia; después de eso, que sea la voluntad de Dios...
En silencio le tendí una de mis manos, que ella cogió. Parecía meditar y rezar profundamente. Tenía los ojos cerrados; a veces los abría, los levantaba al cielo como pidiendo ayuda.
—Me voy. Vendrán a vestirte. No quiero estar presente, me distraería de lo que debo hablar con tu madre.
Apenas había salido cuando entraron la madre de novicias y mis compañeras; me quitaron los hábitos religiosos y me pusieron un vestido blanco y el velo que usaría para mis desposorios místicos. No oía nada de lo que hablaban las religiosas, simplemente me dejaba conducir como autómata.
Mientras me preparaban, la madre superiora conversaba con mi madre. Jamás supe de lo que hablaron, pero supe que duraron mucho en su oficina. Cuando salió mi madre, estaba llorando; no se quedó a la ceremonia. Se marchó a casa. La madre Martha salió con la cabeza baja y un aire de derrota en su expresión.
Cuando sonaron las campanas, yo entré en la capilla. Sólo estaban el sacerdote y las religiosas del convento. Yo quise que fuera una ceremonia privada, íntima… No quería que hubiera testigos de unos votos pronunciados por obligación y no por convicción. Aún tenía la esperanza de que, algún día, mamá regresaría por mí y me llevaría con ella a casa.
No recuerdo el sermón del sacerdote, ni de lo que hice o dije. Pronuncié mis votos perpetuos sin estar convencida. Lo único que recuerdo es cuando el sacerdote pronunció mi nuevo nombre, pues el que recibí en el bautizo debía quedar atrás, al igual que el resto de mi vida. Empezaba una vida nueva. Elegí el nombre de Cayetana de San Juan Nepomuceno. Muchas religiosas me preguntaron por qué había elegido ese nombre, habiendo tantos nombres más bonitos y adecuados para mí. Les respondí que era en honor a mi abuelo materno, que se llamaba Cayetano, pero creo que fue una pequeña muestra de rebeldía, una forma de tratar de diferenciarme de las otras religiosas, que, al profesar, elegían nombres de moda, como Alejandra, Gabriela, Georgina, Eugenia, Amalia, Beatriz o Elisa, y abandonaban el Gudelia, Atanasia, Inocencia, Gaudencia, Petronila, Glafira, Encarnación, Filemona, Nicolasa o Cresencia que sus padres les habían dado en el bautizo. No sé si querían olvidar sus nombres o querían olvidar a sus padres.
Al poco tiempo de profesar recibí la visita de mi madre. Estaba muy nerviosa, tensa. Cuando me abrazó yo esperaba que me estrechara fuerte, sentir su calor y aspirar su perfume, pero fue un abrazo corto, distante. Me habló de mi hermana Marie Louise y los apuros que pasaba para cuidar a sus hijos mientras estaba embarazada y le ayudaba a su esposo en la tienda de telas. Me dijo que Marie Arminde estaba establecida con su familia en San Antonio, Texas, y no había posibilidad de que regresaran a Saltillo. Precisamente venía a avisarme que viajaría con… —iba a decir “tu papá”, pero se detuvo— el señor Saint Jaques, a consultar un médico allá, pues estaba muy enfermo. Es curioso cómo, sin darme cuenta, al evocar su imagen, pensaba en él como el señor Saint Jaques, y no como mi padre. No ubico en qué momento consideré que yo era huérfana de padre; es más, no supe en qué momento empecé a pensar que yo nunca tuve padre.
Cuando mamá se despidió la abracé y le dije al oído:
—Mamá, no te olvides de mí. No olvides que soy tu hija. ¿Recuerdas tu promesa?
—Claro, nunca me voy a olvidar de ti. ¿Cómo crees? —me dijo, mirándome a los ojos, con una sonrisa triste—. A ti te tengo siempre presente en mis pensamientos.
Cuando mi madre se fue yo recé para no perderla, para no quedar huérfana de madre también; para que en mi mente siguiera siendo siempre mi madre y no se convirtiera en una extraña.