CAPÍTULO XIII. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 2. ENAMORADA DE PEDRO
El 30 de junio de 1929, casi un año después de haber llegado a San Luis, la Iglesia Católica y el gobierno llegaron a un acuerdo y pusieron fin al conflicto religioso. Ese domingo se reabrieron todos los templos católicos y se reanudaron los servicios religiosos. Fue día de fiesta en San Luis Potosí. Todas las misas estuvieron abarrotadas de fieles, incluso en los atrios oían misa. Yo fui con Pedro y participé en la celebración popular. Seguía teniendo una profunda fe en Dios, pero dentro de mí algo se había roto; ya no tenía la misma fe en la Iglesia Católica, y creo que nunca la recuperé del todo.
Yo era feliz, pero había algo que sentía que no iba bien: mis mentiras. Pedro me platicaba todo de su vida: sus padres, su pueblo, su abuela, su vida de estudiante, sus sueños y, sobre todo, sus alumnos. Yo no podía platicar gran cosa sobre la vida de María Regina, de Concepción del Oro, de su familia, ni de su vida, porque no la conocía. No podía platicar de mi vida, de mi familia, de Saltillo, del Colegio Josefino y… ¡de mi edad!, sin descubrir mis mentiras. Lo único verdadero que podía platicar eran mis sueños: casarme con un hombre que me quisiera mucho y tener hijos para quererlos aún más. ¡Ese era mi sueño!
Pedro iba todos los días a la fonda, pero solo cenaba dos o tres veces por semana, las otras veces me decía que no tenía hambre, que había merendado, comido tarde o cenado en su casa. Yo sabía que no era por eso; me daba cuenta que pedía lo más barato del menú. No podía andar pagando cenas todas las noches. A esa hora, ya casi por cerrar, podíamos dar a los clientes porciones mayores de comida, con tal de que no se echaran a perder, así que le servía cosas extras, que él no pedía ni pagaba, pero sí se comía.
En marzo de 1930 ya teníamos un año de conocernos. Un domingo me llevó a comer a un restaurante del centro y luego fuimos a misa a catedral. Al salir paseamos un rato y luego nos sentamos en la banca de un parque. Estuvimos platicando de muchas cosas, luego me miró a los ojos y me dijo:
—¿Quieres casarte conmigo, Regina?
Yo me quedé sorprendida por la propuesta y no supe que contestar.
Pedro me dijo:
—Yo sé que llevamos poco tiempo de conocernos, pero siento que tú eres la mujer que yo necesito para ser feliz. Siento que tú eres feliz conmigo y que podemos ser felices juntos toda la vida.
Cuando me decía eso yo veía su cara de niño grande, veía lo solo que estaba, veía lo necesitado que estaba de cariño. Le acomodé el pelo despeinado, le alisé las cejas y le atusé el bigote; luego le tomé la cara entre mis manos y lo besé en la boca. Fue la primera vez que yo tomé la iniciativa de besarlo.
Pedro me sonrió, me miró con sus ojos de venado asustado y me dijo:
—¡Aceptas casarte conmigo!
Yo sonreí, le di otro beso y le respondí:
—Soy una señorita decente y necesito tiempo para pensarlo.
—¿Mañana me dices? —me preguntó esperanzado.
—¡Por supuesto que no! —le respondí sonriendo—. Necesito más tiempo. El próximo sábado te resuelvo, y hasta ese día nos veremos.
Pedro me miró como el niño al que le dicen que el postre es para después de la comida, pero aceptó. Camino a casa, él me llevaba de la cintura y yo llevaba mi cabeza recargada en su hombro. Al besarme de despedida yo me aferré a él lo más que pude. Si en ese momento me hubiera dicho: “Ven a dormir a mi casa”, yo lo hubiera hecho sin dudarlo, pero él se portó como un caballero y yo me tuve que portar como una dama.
Al entrar a la casa estaba feliz. Le dije a Altagracia:
—¿Adivina qué? Pedro me pidió matrimonio.
Altagracia se quedó seria un momento. Luego sonrió expectante al preguntar:
—¿Y qué le respondiste?
—Que le resuelvo el otro sábado ¡Pero le voy a decir que sí!
Yo esperaba que Altagracia brincara de alegría conmigo, pero solo sonrió, me abrazó y me dijo:
—¡Muchas felicidades, Regina! ¡A darle pa´delante!
Esa noche tardé mucho en dormirme pensando en Pedro y en los sueños que iba a realizar. Al día siguiente, en la fonda, me pasé la tarde esperando la hora a la que llegaba Pedro. Yo sabía que le había dicho que hasta el sábado, pero pensaba que él no iba a aguantar la espera e iba a ir a buscarme, a pedirme una respuesta y yo le habría dicho que sí. Pero no llegó. Al llegar a la casa tenía la esperanza que él me estuviera esperando en el zaguán, pero no estaba. Ni modo, quedamos que hasta el sábado.
El martes estuve al pendiente de su llegada, pero no apareció. Tampoco el miércoles. La semana se me hizo eterna por la agonía de estar esperando que llegara. Tenía miedo que algo le hubiera pasado, tenía celos de pensar que anduviera con otra. Me preocupaba tanto no verlo que pensé ir a El Montecillo a buscarlo en la escuela, pero me contenía pensando que no era correcto.