Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XIV.2. LA MADRE IN-CLEMENCIA

CAPÍTULO XIV. EN SALTILLO PARTE 2. LA MADRE INCLEMENCIA

Una tarde, en la que iba a la sala donde estaba el piano, me sorprendió oír que alguien lo estaba tocando, y lo hacía muy bien, maravillosamente bien. Mucho mejor que yo. Se suponía que yo era la única que sabía tocar el piano en el convento. En silencio abrí la puerta y vi que era la madre Natalia quien lo estaba tocando. Durante unos momentos continué escuchando embelesada su perfecta ejecución, hasta que ella percibió mi presencia y dejó de tocar:

—Por favor, madre, continúe tocando, lo hace usted maravilloso —le dije. Ella permaneció en silencio, sentada frente al piano, como si no supiera qué hacer.

La madre Natalia había cumplido recientemente diez años de vida religiosa. Era bajita, muy morena y tenía una cara muy bonita, como de muñeca. Yo casi no interactuaba con ella, pues era muy tímida, pero de un carácter muy dulce. Casi no hablaba, pero sonreía siempre que le hablaban o le miraban. No importaba que estuviera tallando pisos, haciendo flores de papel, dándole de comer a las gallinas o rezando el rosario, siempre tenía una sonrisa en la boca y una expresión de paz y felicidad en el rostro.

—Qué bien toca el piano, madre. ¿Dónde estudió? —Intenté iniciar una conversación.

La madre Natalia volteó a verme y, por primera vez, no la vi sonreír. Su habitual expresión de dulzura y tranquilidad fue sustituida por una de angustia. Vi una súplica en su mirada cuando me pidió:

—Hermana Cayetana —jamás la había oído pronunciar mi nombre—, a nadie le diga que me oyó tocar el piano.

Le iba a preguntar la razón, pero su mirada y su tono de voz me lo impidieron.

— Por favor. Se lo suplico.

—No se preocupe, madre Natalia. A nadie le diré.

—Muchas gracias —me respondió. Se puso de pie y salió presurosa de la sala de piano. Antes de cruzar la puerta se volvió, esbozó una tímida sonrisa, y pude ver que sus labios esbozaban un "Dios la bendiga".

Me quedé con mucha curiosidad sobre la madre Natalia, pero no era correcto andar de indiscreta sobre su vida privada.

Al poco tiempo sentí que quedé huérfana en el convento; se murió la hermana Martha Magdalena, y fue sustituida por otra madre superiora: la madre Clemencia. Era una de las religiosas de mayor edad, pues había sido una de las fundadoras de la orden. Anteriormente ya había sido madre ecónoma y madre superiora, por lo que gozaba de gran autoridad y prestigio en la comunidad.

La madre Clemencia me trató con consideración y aprecio, pero no de una manera justa e imparcial. Yo me esforzaba en hacer bien las cosas y en cumplir mis obligaciones, pero parecía que ella no lo notara. Una vez me atreví a preguntarle por qué no tenía palabras de aliento hacía mí, y lo único que me dijo fue:

—Es que así soy yo. Nunca acostumbro decir esas cosas. Todas las hermanas lo saben.

Lo que la madre Clemencia sí notaba, y acostumbraba a señalar, era cuando yo no hacía algo o lo hacía mal. Por ejemplo, yo me confesaba con cierta regularidad, pero si ella veía que no lo hacía en alguna ocasión, me decía:

—"Es que usted nunca se confiesa, hermana".

—Sí me confieso, madre, pero hoy no tenía pecados —le decía.

Ella me respondía:

—"Eso cree usted, hermana, pero si hace un buen examen de conciencia va a encontrar pecados qué confesar, como la soberbia de creer no tener pecados".

Si alguna vez prefería bordar, en vez de jugar lotería el domingo, me decía:

—"Es que usted nunca nos acompaña a jugar, hermana".

—Es que me distraigo y se me pasan las cartas, madre —le decía.

Ella me contestaba:

—"Es que usted ha de estar acostumbrada a los juegos de baraja de señoras curras y se aburre con nuestra lotería de gente humilde y sencilla, hermana".

Si había un sacerdote a quien yo no conociera, me decía:

—"Es que usted nunca está presente cuando nos viene a visitar, hermana".

—Es que no me avisan ni me invitan para pasar a saludarlo —le decía.

Ella me respondía:

—"Es que usted no está al pendiente de lo que ocurre en el convento, hermana".

Era muy común que me dijera: —"Es que usted nunca..." pero por eso mismo me esforzaba mucho por agradarle, por hacer bien las cosas, por ser parte de esa comunidad, de esa familia a la que no sabía por cuanto tiempo iba a pertenecer.

La madre Clemencia sabía que yo era distinta a las demás religiosas; que a mí me educaron de una manera diferente a ellas, y por eso yo no podía andar confesando cosas que no consideraba pecado, o pecados de los que no me arrepentía; que yo no me divertía con un juego que no requiere gran habilidad mental; que yo no podía andar de metiche en donde no me invitaban, para conocer personas que no me interesaba conocer.

La madre Clemencia entendía que yo era distinta a ellas, pero por eso se obstinaba en hacerme cambiar, quería que fuera como ellas, que sintiera como ellas, que pensara como ellas; pero lo estaba haciendo de una manera incorrecta. Si hubiera sido más tolerante, más comprensiva, más justa conmigo, yo hubiera cambiado y hubiera sido como ella quería, pero no. Mis padres nunca tuvieron palabras de cariño, de aprecio, de reconocimiento hacia mí, y yo quería encontrarlas en ella, pero fue inútil. Nunca fue capaz de expresar su reconocimiento hacia mis esfuerzos y buenas acciones, pero terminé aceptándolo, porque supuse que era algo que ella no podía evitar, porque correspondía a la forma en que la educaron en su casa.




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