CAPÍTULO XV. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 2. EL CORONEL
Una noche, al llegar a casa, Altagracia estaba en el pasillo, barriendo los vidrios de una ventana que unos niños habían roto accidentalmente. Me pidió que tomara la medida del vidrio y fuera temprano en la mañana a la Tlapalería “Candela”, preguntara por “el coronel” y le pidiera, de parte de ella, que mandara a alguien a reponerlo.
Temprano en la mañana dejé a Romi con la portera y fui a la tlapalería. Apenas iba a preguntar por el coronel, cuando lo vi atendiendo a un cliente. Era el señor que visitaba a Altagracia. Él no me conocía, pero al verme sonrió como si me conociera. Le pidió a un empleado que siguiera atendiendo al cliente y se acercó a mí. Lo había visto un par de veces en penumbra y de lejos, pero ahora lo veía de cerca; era muy alto, de piel blanca, cabello castaño y bigote bien cuidado. Vestía pantalón y camisa de faena color caqui. Por las canas que tenía en las sienes, y las arrugas que se le hacían en los ojos al sonreír, calculé que estaba entre los cuarenta y cincuenta años.
Sin dejar de sonreír y de mirarme a los ojos me preguntó que necesitaba. Al terminar de explicarle lo que necesitaba, entró a la bodega y salió con una pequeña caja de herramientas y una pieza de vidrio; le dijo a un empleado que se hiciera cargo en lo que regresaba.
—Pero, coronel, ya no tarda en llegar el de las herramientas —le respondió el empleado.
—A ver cómo le haces para entretenerlo —le respondió, sin dejar de sonreír.
Salí con él de la tlapalería. En la calle estaba su camioneta Ford TT negra, subió a ella y yo me quedé esperando. No estoy segura por qué tardé en subir, si porque nunca me había subido a un automóvil o porque esperaba que él abriera la puerta y me ayudara a subir.
—Súbete —dijo él, mientras abría, desde adentro, la puerta de la camioneta.
Camino a casa, iba incómoda por su compañía y por el ruido de la camioneta. Más incómoda me sentí cuando me tuteó al preguntar.
—¿Tú eres la que vive y trabaja con Altagracia?
—Sí —le respondí sin voltear.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó.
Me sorprendió la discreción de Altagracia, que en casi dos años de vivir con ella nunca le hubiera dicho mi nombre.
—María Regina —le contesté.
—Me gusta tu nombre —me dijo.
Al llegar a la casa se puso a cambiar el vidrio. Se veía delgado porque era alto y no tenía panza, pero se notaba que tenía espalda ancha, y brazos y piernas fuertes. Me pareció que estaba haciendo su trabajo deliberadamente más lento de lo que debía, y me miraba constantemente de reojo. Al terminar recogió todo, pero antes de marcharse me pidió un jarro con agua. No dejó de mirarme mientras se lo tomaba. Por fin se despidió diciendo:
—Con permiso, María Regina. No vemos luego.
En la noche, al regresar del trabajo, no resistí y le pregunté a Altagracia, con tono casual:
—El coronel… ¿es el señor que viene a visitarte?
—Sí —me contestó, con tono indiferente, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.
—¿Es el papá de Romi?
—No.
—¿Por qué no se casa contigo?
Altagracia dejó de hacer lo que hacía, me miró, sonrió y respondió:
—Por lo mismo que tú no te casaste con Pedro: No seríamos felices juntos.
—Y, entonces… ¿por qué tienes relaciones con él?
—Porque me gusta y le gusta a él —respondió Altagracia, sonriendo más abiertamente.
—¿No es por el dinero? —me atreví a preguntar.
Altagracia no pudo contener la risa al responder:
—¿Por dinero? ¡Para nada! Me deja dinero porque es la única manera que tiene de dar las gracias sin comprometerse. Además, si fuera cuestión de dinero yo le tendría que pagar a él. No tienes idea de lo bue…
No terminó de hablar porque Romi distrajo su atención. Yo aproveché para decirle:
—Disculpa que haya sido indiscreta, pero no me causó buena impresión y estaba preocupada.
—¿Preocupada? No tienes por qué preocuparte. Esos militares no fueron a la Revolución a aprender modales. Por eso son muy bruscos y mandones, pero el coronel no es mala persona.