Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XV.4. LA SUERTE DE LA FEA…

CAPÍTULO XV. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 4. LA SUERTE DE LA FEA…

Una noche, estuve platicando con Altagracia, no del coronel, no la quería mortificar con eso, sino de Pedro. Le conté que estaba dispuesta a meterme a la cama con él en caso de no casarme. Si me iba a quedar solterona, ya ni modo, pero no me quería quedar con las ganas. Quería ser como la señorita, ¿o señora? Trinidad Escandón.

—El problema contigo, Regina —me dijo— es que te estás aferrando al primer y único hombre que conoces, y eso te pone en desventaja en ese juego. Si quieres mantener el control —agregó— debes escoger al hombre que quieres, no agarrar al primero que pase.

—A la fonda van muchos hombres, pero hasta ahora el único que ha mostrado interés es Pedro —le dije.

—Hay otros sitios donde conocer hombres. En la calle, en el mercado, en la plaza, en las kermeses, en los bailes. Lo importante es tu actitud. Lo importante es no verte tan… tan inalcanzable.

—No te entiendo —le confesé.

—Mira, Regina. Tu problema es que tienes tipo de gente bien. Eres muy bonita y llamas la atención, pero los hombres son muy inseguros y no se te acercan por temor al rechazo. Debes animarlos a acercarse con una mirada, una sonrisa, con algo de coqueteo…

—Es que no me gusta andar de coqueta —le repliqué.

—¡Entonces chíngate! Pero luego no te quejes que cualquier chaparra, prieta y fea traiga novio y tú no. Ya lo sabes: “La suerte de la fea…

—…la bonita la desea” —completé la frase.

—¡No pendeja! “La suerte de la fea, a las bonitas nos vale madre” —me dijo riendo—. No es cuestión de suerte, es cuestión de actitud, es cuestión de maña, y a las feas es el único recurso que les queda: ser mañosas.

—¿Y cómo le hago para ser así? —le pregunté esperanzada.

Altagracia se quedó pensando un rato, y luego me dijo:

—Busca la falda, la blusa y el rebozo con el que te sientas más bonita y prepárate para el sábado. Te voy a llevar a un sitio lleno de hombres.

El sábado estaba impaciente. No me quedé hasta la hora de cerrar. Le pedí permiso a doña Malena de salir a las siete y me fui a casa a arreglarme. Altagracia se había bañado, pero no parecía tener prisa por arreglarse. Estaba entretenida dándole de cenar a Romi. Me preocupó que hubiera cambiado de planes.

—¿No te vas a arreglar, Altagracia? —le pregunté.

—Empieza a arreglarte tú. Al rato me arreglo yo —me respondió.

—¿No se nos hará tarde? —me atreví a preguntarle.

—Ése es el propósito —me respondió—. Llegar tarde, para que no piensen que andamos urgidas y para que todos nos vean llegar.

Me bañé, me peiné y me puse la falda y la blusa que había elegido. Me recogí el cabello y me puse un lazo de seda para anudarlo. Me veía y me sentía bonita, pero no como Altagracia. Ella tenía una belleza exótica y salvaje, difícil de explicar con palabras. Me iba a poner unos zapatos nuevos, pero Altagracia me pasó otros y me dijo:

—Ponte estos. Ya los limpié y lustré.

—Es que estos zapatos son más bonitos y son nuevos —le dije.

—Estos zapatos no son feos y son muy cómodos —me respondió—. Nunca lleves zapatos nuevos a un baile. Lleva zapatos cómodos —agregó.

—¿Vamos a ir a un baile? —le pregunté preocupada—. Solo una vez bailé, y fue hace mucho, con mi tío.

—Cuando te saquen a bailar no te niegues, a menos que el tipo ande borracho o sucio. Por educación le concedes una pieza. Los hombres son muy inseguros. Si te ven que rechazas a otros, van a pensar que también los vas a rechazar a ellos y no se van a acercar —me dijo—. Si no sabes bailar, le sonríes, con la boca y con los ojos, y les dices: “No sé bailar muy bien ¿Me enseñas?”. Eso nunca falla. Los hombres siempre quieren enseñar a las mujeres a hacer las cosas. Si el tipo te agrada, no bailes mucho con él; date a desear.

Casi a las nueve de la noche llegamos al lugar del baile. Era el Salón París, que funcionaba de cine los domingos. Al acercarme empecé a sentir mariposas en el estómago y me detuve.

—Estoy nerviosa —le dije a Altagracia.

—¿A qué baile soñaste ir alguna vez? —preguntó.

—A un baile en Palacio Nacional. Con don Porfirio Díaz y su esposa Carmelita.

—Bueno —me dijo—. Imagina que es ese baile y que don Porfirio y doña Carmelita te están viendo porque eres la más bonita. Sonríe, sin mirar directamente a alguien, para que te veas feliz y para que cada uno piense que le sonríes a él. Si te saludan, los miras a los ojos, respondes y les sonríes.

Entramos al salón. Se notaba a leguas que Altagracia ya había ido a ese lugar, porque se desplazaba como pez en el agua y mucha gente la saludaba, en especial hombres. Cuando se detenía con alguien, yo le sonreía a la persona, como si conocerla hubiera sido la cosa más maravillosa que me hubiera pasado.

Las sillas estaban dispuestas alrededor de la pista, pegadas a la pared. Ahí se sentaban las mujeres a platicar, a esperar que las sacaran a bailar o a descansar. De inmediato cuando nos sentamos. Altagracia me dijo:

—Está funcionando, Regina. Mira cuantos hombres están al pendiente de ti. Míralos a todos de pasada y escoge los que te gustan, con ellos detienes la mirada un par de segundos. No dejes de sonreír.




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