XVI.2 LA REGAÑADA NUESTRA DE CADA DÍA
—Pase, hermana Cayetana. Por favor cierre la puerta —me dijo—. Imagino que ya sabe por qué quiero hablar con usted.
—No, madre Carmen —le respondí con toda sinceridad.
—Me entristece, hermana Cayetana, el poco respeto que tiene usted a sus hermanas de religión y a esta comunidad que tan generosamente le ha abierto los brazos.
—No sé a qué se refiere, madre.
—A las palabras groseras y vulgares que usó usted en la mañana en su celda, que ofendieron gravemente a sus hermanas. A la forma irrespetuosa de tomar usted las cosas de la religión, tal y como lo hizo en las peticiones durante la oración del desayuno ¿Lo recuerda usted, hermana Cayetana?
Al decir esto, el rostro de la madre Carmen se fue entristeciendo y un par de lágrimas cayeron por sus mejillas. No sé por qué, pero esa tristeza y esas lágrimas me parecieron muy fingidas, sin embargo, yo traté de mostrar pesadumbre y tristeza al responder:
—No fue mi intención ofender a ninguna de las hermanas con mi expresión. Fue algo que dije para mí misma, como resultado del golpe que me di. Estoy segura de que usted y muchas hermanas hubieran reaccionado así por el dolor sufrido…
—No esté tan segura de eso, hermana Cayetana.
—Respecto a la petición a San José, reconozco que fue una imprudencia de mi parte, pero lo hice solamente por la impotencia. Usted sabe bien que varias veces me he golpeado con esa ventana y que es una molestia, para todas las que dormimos en esa celda, no poderla mantener abierta o cerrada. También sabe usted que vine a esta oficina a rogarle la mandara reparar…
—Usted sabe, hermana —me interrumpió— que esas decisiones no están en mis manos, que dependen de la madre superiora y de la madre ecónoma, y, por cierto, la madre Clemencia está muy sentida y muy molesta con su conducta.
—Le repito, madre, que no fue mi intención ofender a ninguna de mis compañeras religiosas con mi comentario sobre la ventana.
—No, no fue su intención, sin embargo, las hermanas están muy ofendidas y molestas con usted. Creo que merecen una disculpa de su parte.
—Sí, madre Carmen, yo me disculparé a la noche con ellas…
—Creo, hermana Cayetana —me interrumpió— que es mejor que se disculpe ahora mismo.
Al decir esto, la madre Carmen se puso de pie y se encaminó a la puerta, la abrió y dijo:
—Pasen, hermanas. La hermana Cayetana tiene algo que decirles:
Entraron mis tres compañeras de celda. Dos de ellas se veían incómodas y miraban hacia el piso. La otra, la hermana Angelita, me sostenía la mirada sin expresar incomodidad alguna.
—Hermana Cayetana —dijo la madre Carmen—. Estamos esperando.
—Hermanas —dije— lamento mucho el incidente de en la mañana y, de todo corazón, les pido disculpas por las palabras que pronuncié, pero no les pido disculpas por la intención que ustedes le dieron.
Dos de las hermanas asintieron tímidamente y sonrieron levemente con simpatía. La hermana Angelita me sostuvo la mirada, inexpresivamente. Supe de inmediato cuál de las tres había sido la que me acusó.
Al salir de la oficina de la madre Carmen, entré a la oficina de la madre Clemencia. Habitualmente ella siempre estaba sentada frente a su escritorio realizando diversas tareas. Recuerdo que esa ocasión estaba buscando algo en una vitrina. Me sorprendió ver lo lento que caminaba y la fragilidad que su edad le daba.
—Me parece que quiere usted hablar conmigo, madre —le dije al entrar.
Habitualmente ella siempre estaba sentada al atender a sus visitas y les pedía que también se sentaran. Pero en esa ocasión no se sentó ni me ofreció asiento. Me miró con profundo rencor y enojo. Empezó a regañarme:
—Es una decepción, hermana Cayetana, el lenguaje tan vulgar y tan grosero que usa usted, quien es de las mejores familias de Saltillo. Creo que sus padres se avergonzarían mucho de saber su comportamiento, hermana; usted que debería ser un modelo a seguir para las otras hermanas, que no tuvieron la fortuna de tener el hogar, la educación, las comodidades que usted tuvo. Ya todo mundo está enterado de su falta de educación, de su falta de respeto a la comunidad a la que pertenece y, sobre todo, a nuestra Iglesia y nuestra religión. ¿Qué van a decir las hermanas?
Realmente estaba sorprendida por el enojo, la furia, de la madre Clemencia. Sentía que se lo había tomado como una ofensa directa y deliberada a su persona. Nunca había visto a alguien tan enojado, ni siquiera a mi padre que, cuando se enojaba, se engarabitaba de coraje. Sentí que era exagerada e injusta su reacción, pero no sabía qué hacer, por lo que opté por quedarme callada, agachar los cuernos y esperar que se desahogara y se tranquilizara, lo cual ocurrió al cabo de unos minutos. Fue entonces cuando me atreví a hablar:
—Nunca fue mi intención ofenderla, madre, ni decepcionarla de la forma que dice. Ni mucho menos causarle un dolor —eso lo dije con total sinceridad.