XVII.2 SOY SACRAMENTO, Y SOY TUYO PARA SIEMPRE.
Camino a casa iba feliz, pero también iba temerosa. No le había contado a Altagracia lo que había hecho el coronel en el transcurso de la semana y me preocupaba que reaccionara de una forma distinta a la que había expresado.
Cuando llegué a casa le dije:
—Fue el coronel a la fonda.
Altagracia dejó lo que estaba haciendo y volteó a mirarme.
—¿Y qué pasó? —me preguntó expectante.
—Me propuso matrimonio —le dije, insegura.
—¿Y qué le dijiste? ¡Dime! —me preguntó impaciente.
—Le dije que sí.
Altagracia no se alegró la vez que le dije que me pensaba casar con Pedro. Ahora tampoco se alegró, ¡se volvió loca de alegría! Brincaba y gritaba emocionada, como si la novia fuera ella. Me conmovió hasta las lágrimas que fuera tan feliz con mi felicidad.
—¿Cuándo se casan? —me preguntó.
—No lo sé. Todo ha sucedido tan rápido. Habrá que conocernos y hacer planes —le respondí.
Altagracia se rio y me dijo.
—¿Planes? ¡Olvídate de eso! Si por el coronel fuera se casarían mañana mismo.
A la noche siguiente, el coronel estaba esperándome a la salida de la fonda. Iba muy arreglado; se veía muy guapo y formal. Llevaba otro pequeño ramo de flores en la mano. Yo me acerqué tímidamente a él. No sabía cómo saludarlo: si de palabra o de mano. No tuve necesidad de decidir. Él se acercó a mí y me abrazó. Me miró a los ojos y me dijo:
—¡Te quiero!
Cerró los ojos y con su nariz empezó a recorrer despacio toda mi cara, como si quisiera llenarse de mi olor. Yo cerré mis ojos y disfruté su cercanía. Sus labios rozaron los míos, y lentamente me besó.
El mundo se detuvo para mí. No supe cuánto tiempo estuvimos ahí. Hasta que él me miró y me dijo:
—Te traje otro ramo de flores. El de ayer se te olvidó llevártelo. Lo puse en un florero para agradecer a Dios el haberte encontrado.
Nos fuimos caminando a casa, tomados de la mano. Varias veces se detuvo en el camino para besarme. Cuando llegamos a casa ahí estaba estacionada su camioneta.
—Quería que el camino se hiciera largo y lento para disfrutarlo contigo —me dijo, a modo de disculpa.
Al despedirse en el zaguán, me preguntó:
—¿Cuándo nos casamos?
—Cuando usted quiera, coronel —le respondí.
—¿La próxima semana? —me propuso ilusionado.
—No, coronel. No es correcto hacer las cosas tan apresuradas —le dije.
El coronel pareció entristecerse, pero antes que pudiera hablar le dije:
—Dentro de dos semanas, coronel.
El coronel sonrió feliz. Me abrazó y me dijo:
—¡Me haces muy feliz, Regina!
Yo no pude responder, de lo feliz que también me sentía. El coronel me preguntó al oído:
—¿Cómo me llamo?
—Sacramento. Coronel José Sacramento Guajardo Vega —le respondí.
—No soy el coronel —me susurró al oído—. Soy Sacramento, y soy tuyo para siempre.
Al día siguiente, domingo, fue por mí a la casa. Al llegar a su camioneta, muy caballerosamente abrió la portezuela y me ayudó a subir. Fuimos a comer y a pasear al centro. Me preguntó que si quería casarme por la iglesia y una gran fiesta de bodas. Le dije a Sacramento que prefería sólo una boda civil muy íntima, pues no tenía a quien invitar. Me sentí aliviada cuando Sacramento me dijo que tampoco quería boda religiosa, pero que le hubiera gustado una gran fiesta de bodas para que todo San Luis Potosí supiera lo feliz que era y la esposa tan hermosa que iba a tener, pero que respetaba mi decisión. Ya habría oportunidad para que todos supieran de su felicidad.
Cuando regresé a casa, Altagracia me acompañó para ir con Fabi, para que me confeccionara el vestido de bodas. Me mostró unas revistas con la última moda en vestidos de novia, pero no me gustó ninguno de ellos, pues eran para boda en iglesia y la mía sería solo por el civil. Me mostró una imagen de un vestido largo y recto en color claro, con un pequeño sombrero, muy de moda y muy elegante, pero no me gustaba. No me imaginaba verme en él. Pasada la media noche, me di por vencida. Iba a optar por un vestido que no me convencía, pero Altagracia me dijo:
—¿Me permites que te regale el vestido de bodas?
—Me gustaría mucho, pero no quiero que gastes tu dinero —le dije.
—¡Que te valga madre eso! —me dijo—. Además, no me creas tan pobretona; tengo mi guardadito. ¿Confías en mí para elegir tu vestido? —me preguntó.
—¡Claro que sí! —le respondí. Yo admiraba el estilo que tenía Altagracia para lucir la ropa y sabía que me encantaría.
—¡Más te vale! —me dijo—. Porque el vestido lo vas a ver hasta el mero día de la boda y no podrás arrepentirte.