XVII.3 LA FAMILIA DE SACRAMENTO
Sacramento fue por mí al trabajo todas las noches. Acordamos que yo trabajaría con doña Malena hasta una semana antes de la boda. El sábado, Sacramento me llevó a cenar a su casa. Quería que conociera el lugar dónde yo iba a vivir con él el resto de mi vida, y a unas cuantas personas que consideraba su familia.
La casa de Sacramento estaba a una cuadra del templo de San Agustín. Era similar a la casa donde estaba viviendo yo, pero estaba en un mejor barrio y era más pequeña; sólo tenía un patio y un corral. En la casa me presentó a “su familia”. Doña Rita, que era una señora de unos sesenta años, quien se encargaba de cocinar y mantener limpia la casa. Ella vivía ahí mismo, con su nieto Antonio, un niño de unos diez años de edad. También estaba don Francisco, un sacerdote de unos setenta años de edad, que era el párroco de San Agustín.
La velada fue muy agradable y la cena muy bien preparada. Mientras cenábamos le pregunté al padre Francisco cómo había conocido a Sacramento:
—Me tuvo secuestrado una semana —me respondió muy serio, pero todos empezaron a reír, incluso Antonio.
—Perdón, padre —le dije—. Me parece que no entendí.
—Que te lo diga Sacramento, porque a mí aún me da coraje —dijo, poniendo una cara de falso enojo.
Volteé yo a ver a Sacramento. Éste se rio y empezó a contar:
—Durante la persecución religiosa, yo notaba que había unos hombres sospechosos merodeando cerca del templo de San Agustín. De inmediato reconocí que eran militares vestidos de civil que buscaban a alguien. Le pregunté a doña Rita si alguno de los sacerdotes del templo estaba viviendo aquí cerca. Ella me respondió que don Panchito estaba escondido con una familia aquí cerca. Le pregunté que cómo sabía eso y…
—Es que cada rato salía a la calle. Según él muy disfrazado —interrumpió doña Rita, mirando al padre Francisco—. Era muy peligroso, porque cualquiera lo iba a reconocer.
—¿Y qué querían? ¿Que dejara de prestar mis servicios a la gente? —dijo el padre.
—Esa noche —continuó narrando Sacramento—, le pedí a doña Rita que fuera a buscar al padre, porque yo necesitaba los Santos Óleos…
—¡Con eso no se juega! —interrumpió el padre.
Sacramento ignoró al padre Francisco y continuó su relato:
—Cuando llegó el padre lo llevé a una recámara y le dije: “Espero que le guste, porque aquí va a dormir hasta que pase el peligro” —dijo Sacramento riendo.
—Me tuvo toda la semana encerrado en esta casa —me dijo el padre, enojado.
—Y, ¿qué querías, Francisco? —le dijo Sacramento—. Fue el tiempo en que tardé en arreglar con mis conocidos para que te dejaran de molestar. Si he sabido que ibas a ser tan ingrato hubiera dejado que te llevaran a la cárcel o que te fusilaran.
—¡Ni Dios lo quiera! —se persignó doña Rita.
Al terminar de cenar, mientras los hombres se adelantaban a la sala, ayudé a doña Rita a llevar los platos a la cocina. Ahí me dijo, muy seria:
—No crea que usted me engaña. Cuando el coronel me dijo que se iba a casar con una muchacha que trabajaba de mesera en una fonda, yo, luego luego, pensé en la lagartona que iba a traer a esta casa…
Iba yo a protestar, pero ella continuó hablando:
—Yo sé reconocer muy bien a las mujeres, y de inmediato me di cuenta que usted es una mujer decente, de buena familia, y va a hacer muy feliz al coronel. Él es muy bueno. Se lo merece.
Doña Rita continuó:
—Sentía muy feo ver al coronel siempre sólo. Cerraba la tlapalería, venía, cenaba y se ponía a leer. Solo los miércoles en las noches se iba a jugar dominó con sus amigos. Luego, de unos meses para acá, andaba como fiera enjaulada. A ratos lo veía triste, a veces furioso y a veces perdido, pero en la última semana todo cambió. Nunca lo había visto tan feliz y fue por usted. Muchas gracias, señorita Regina.
La abracé con cariño y me prometí que nunca les iba a fallar.