XVIII.2 LIMPIEZA LUJURIOSA
—Usted sabe, hermana —continuó la madre Carmen— a lo que me refiero. Somos una comunidad de hermanas que no tenemos nada que ocultar y que nada hacemos a escondidas. Esas puertas, que usted quiere que quitemos, nos dan la necesaria discreción para tratar ciertos asuntos delicados, como el que ahora estamos tratando.
—Y… ¿cuál es exactamente ese asunto delicado que estamos tratando? —me atreví a preguntar, sabiendo de antemano cuál sería la respuesta.
—Cuando usted profesó en este convento, hizo tres votos: pobreza, obediencia y castidad…
—De cuyo cumplimiento no creo que tengan queja…
—No esté tan segura de eso, hermana Cayetana. Creo que no ha hecho un buen examen de conciencia. Respecto a la pobreza…
—No hay nada que me puedan reprochar —la interrumpí de nuevo—. Nada poseo, excepto el misal y el rosario, que me mandó mi madrina; dos pares de zapatos, ropa interior y unos jabones de olor que me mandó mi hermana. Saliendo de aquí busco a quien regalárselos para que nada tengan que reprocharme. ¿Quiere usted uno?
La madre Carmen ignoró mi oferta y continuó:
—No me refiero a esa pobreza. Me refiero a su pobreza de espíritu, a su incapacidad de entregarse plena y desinteresadamente a la comunidad, a la congregación.
—Yo me entrego totalmente a mi nueva vida, pero no puedo hacer a un lado la dignidad que, como personas, Dios nos da al nacer…
—Veo, hermana Cayetana, que su pobreza espiritual le impide cumplir también con su voto de obediencia.
—Yo siempre he cumplido con mis deberes en la comunidad sin necesidad de que me los estén señalando, dígame, madre Carmen ¿a qué desobediencia se refiere?
—¡A su actitud con sus superioras! A usted no le corresponde sugerir, ni opinar, ni discutir, ni objetar, ni criticar nuestras decisiones. ¡A usted le corresponde hacer lo que le corresponde y guardarse sus comentarios! Cuando usted esté en la posición de jerarquía que estamos nosotras podrá decidir, pero por el momento no le corresponde.
Siempre me asombró la capacidad de la madre Carmen para decir las cosas con firmeza, sin mostrar emoción en su rostro y sin levantar la voz. Pero eso no significaba que tuviera la razón de su parte.
—Si he sugerido, si he opinado y si he criticado es porque formo parte de esta comunidad, con todas sus obligaciones ¡las cuales he cumplido! y con todos sus derechos ¡los cuales pienso ejercer! y uno de esos derechos es expresar mi punto de vista, para que nuestra convivencia, como hermanas de comunidad, sea más armoniosa. Si he criticado, lo he hecho abiertamente y con una buena intención. Si he discutido y si he objetado es porque he visto errores e injusticias en sus decisiones.
—Creo, hermana Cayetana, que nos estamos alejando inútilmente del motivo importante de esta plática. No creo que se atreva usted a negar la falta que cometió.
—Exactamente… ¿a qué se refiere, madre?
—Usted desobedeció la regla de usar el camisón de baño.
—Sí, madre, no usé el camisón al bañarme, porque lo que quería lavar era mi cuerpo, no el camisón.
—No pretenda hacerse la ignorante. El propósito de usar el camisón de baño es evitar que toquemos directamente nuestro cuerpo, en especial las partes íntimas.
—Pero como puedo limpiar mi cuerpo, y mis partes íntimas, si no los puedo tocar.
—Me refiero a tocarlas con un sentido impropio, pecaminoso, lujurioso… tocarlas de una manera que vaya en contra de nuestro voto de castidad.
—Pero… yo no estaba haciendo eso…
—Eso no es lo que dice la hermana Loreto.
—La madre Loreto miente…
—¡Tenga cuidado, hermana Cayetana! No olvide que la hermana Loreto es su superiora jerárquica.
—Lo superiora no le quita lo mentirosa.